El camión Mercedes Benz de don Patricio salió de la finca La Aurora antes de las cinco de la mañana del jueves 15 de abril.  Estaba estibado desde la noche anterior, pero una diligencia personal del dueño impidió que saliera en la fecha prevista, y tanto los empleados de la finca, como el capataz y los dos cargadores de mercancía, permanecieron entre sueño y vigilia esperando por el patrón.

El capataz, un hombre bajito, de ojos achinados y pelo muy negro y lacio, quiso desviar el asunto del retraso de la salida, alegando que se trataba de un familiar enfermo, pero uno de los sembradores de la finca soltó la lengua por el efecto del alcohol que había ingerido y dijo como para que todos lo escucharan:

―La enfermedad del jefe no se cura ni con aspirina ni con mentol. Ese hombre lo que tiene es una calentura de varón que trae hace un par de meses y el familiar enfermo que al que se refiere, es una “pajuilita” que no llega a veinte años, una cosita linda y que lo trae de vuelta y media, con el juicio volteao y haciendo diabluras.

Todos pusieron atención con cierto asombro a aquella ligereza en la expresión del empleado.  Era el trabajador de mayor edad dentro del grupo. Cuando estaba sobrio era una persona muy callada, con ademanes pausados y con tendencia a la soledad o el aislamiento. Pero no podía tomar alcohol. Una sola gota de ron descomponía aquella personalidad parsimoniosa y lo transformaba en un tipo dicharachero, contador de chistes picantes y decidor de los piropos más corrosivos. La bebida le cambiaba la mirada mansa y el silencio habitual y sus ojos se llenaban de un brillo relampagueante. Era otro ser muy distinto cuando apuraba tres dedos de Brugal.

Algunos rieron de buenas ganas ante la ocurrencia de la noticia que daba el más antiguo de los empleados, pero los trabajadores más nuevos temieron celebrar la gracia mordaz y prefirieron hacerse los desentendidos, por temor a quedarse sin trabajo.

Cuando don Patricio regresó hubo que despertar a uno de los cargadores que yacía boca abajo sobre unos cartones que fungían de cama en el suelo raso. El muchachón había sido vencido por la modorra del cansancio, el hambre y el aburrimiento de la espera. Todos vieron la apariencia descompuesta del patrón, pero nadie tuvo la valentía de reiterar el supuesto motivo del retraso del viaje y mucho menos de hacer un comentario alusivo a la ropa ajada y al pelo revuelto con que volvía don Patricio después de ver al supuesto familiar en cama.

El trayecto desde la entrada de la finca hasta las inmediaciones del mercado fue recorrido en algo más de cuatro horas. El tránsito no estaba más pesado de lo usual, pero don Patricio tuvo un ataque repentino de vómitos y convulsiones, quizás por intoxicación etílica y esto obligó a detener la marcha del camión cuando iba a la altura del cruce de Azua de Compostela. Algunos miraban al anciano con cierta burla y hasta con algo de risa, pero al ver que el problema estomacal era de consideración, cambiaron la muestra de sarcasmo por una sincera preocupación por aquel pobre hombre que parecía que iba a botar el alma por la boca.

Albertico iba sentado en la parte trasera del camión y de espalda al camino. Solo miraba el paisaje que huía ante sus ojos en un desplazamiento vertiginoso. Lo maravillaba el verdor que se levantaba a ambos lados de la carretera. Los niños que jugaban a orillas del camino les voceaban sobrenombres que aludían al color de su piel, a las dimensiones de su nariz y al grosor desproporcionado de sus labios.

Cero-Uno le respondía con una mueca algo obscena y les tiraba hollejos de naranja y pedacitos de guayaba tierna, ante su impotencia por no poder responder de otra manera al acoso. Luego los veía a lo lejos, cuando volvían a ser niños buenos jugando a la vera del sendero empobrecido del sur. Los observaba arrebatados por una alegría que no reparaba en la pobreza. Se arrimaban a las yaguas que servían de paredes de los bohíos maltrechos y brindaban una sonrisa limpia a los viajeros que irrumpían en la soledad de la carretera.  Tenía ganas de apearse del camión para jugar con ellos. Los miraba empujar un neumático antiguo, mientras simulaban que también ellos eran conductores. Al ver la precaria felicidad de los infantes, él mismo volvía a la infancia y esperaba con ansias encontrar otro grupo de chiquillos en el próximo poblado para gritarles entre risas los motes de que había sido blanco.

Apenas llegaron a la capital, el camión fue descargado, pero solo en un cincuenta por ciento de lo habitual, pues no había mucho espacio disponible en las casetas del Mercado Nuevo.  Don Patricio pospuso la descarga final para el próximo día, porque el cansancio había mermado la capacidad de respuesta de Albertico y del otro cargador, quien, a pesar de ser de mayor edad, acusaba una debilidad enfermiza que no le dejaba hacer un buen trabajo.

Como si fueran dos autómatas, obedecían las órdenes del patrón y a veces ni siquiera esperaban el mandato y se disponían a cumplir con las demandas de los buhoneros que, al ver el camión, gritaban a voz en cuello la cantidad que ya habían acordado con don Patricio.

―Mira, tú, moreno, atiéndeme. Deja un millar de plátanos grandes en la casilla número cuatro, que ya yo le pagué a Patricio. El grito del mercader se escuchó en todo el recinto, llamando la atención sobre aquel hombre que tenía una boca desdentada, y el pelo canoso y ondulado que contrastaba con unos bigotes negrísimos y desordenados.

No bien acababan de bajar del camión el último, cuando demandó una doña obesa con una voz barítona:

Gasón, bájame dos millares “entremiliao”, de guineo y plátano, pero que vengan de Barahona, si no vienen de ahí no los quiero. Si trajeron ñame blanco, déjame un quintal o quintal y medio y dime cuánto debo.

Cuando apearon el último pedido y extendieron la gruesa lona con que cubrirían la mercancía, don Patricio hizo una seña para que todos se acercaran a la butaca donde él ingería a tragos cortos una soda amarga que le arrugaba el rostro, para calmar el estómago resentido que traía.

Le iba pasando un rollito de billetes atado por una banda elástica que previamente había identificado con sus nombres. Estaban dispuestos en el mismo orden en que los iba llamando para hacer la entrega.  Albertico fue el último en retirar el dinero ganado. Cuando don Patricio le pasó los billetes, sonrió sin mucho ánimo, pues el cansancio no le dejaba mostrar la alegría de recibir su jornal.

―Buen trabajo, muchacho. Nos vemos pasado mañana para hacer el otro viaje que ya me dieron un adelanto del pago. Sonaba entusiasmado y alegre don Patricio, casi recuperado del percance de salud que tuvo la noche anterior.  Albertico asintió con la cabeza, en lo que llegaban las palabras de gratitud:

―Sí, aquí estaré, como usted diga. Muchas gracias, don Patricio.

Caminaba hacia el barrio con cierto aire de orgullo. Llegaría temprano y Cuza quizás ya habría terminado de vender la comida del día a los venduteros que acuden hambrientos en busca de los platos tradicionales que ella prepara. Debía haber hecho una pausa en el camino y comprarle algún vestido o unas sandalias para agradarla con aquel su primer salario, pero las ganas de verla y el agotamiento que traía, no le dejaron hacerlo. Pensaba que el sábado era propicio para ir con ella y que de paso se midiera la ropa en la misma tienda. Quizás el domingo fuera mejor momento, pues ella no cocina para la venta ese día y pueden ir juntos a comprar el vestido o cualquier otra cosa que ella necesite.

Llegando a la avenida Duarte, justo donde hace esquina con la calle Barney Morgan, una brigada del Ejército Nacional lo obligó a detenerse en un retén improvisado que habían levantado con el simulado interés de pedir la cédula de identificación, hacer cateo en busca de armas blancas o de fuego o confiscar algún electrodoméstico que no tuviera el recibo de compra.

En el fondo no querían ver ninguna identificación ni buscaban armas, ni les interesaba la debida pertenencia de los objetos incautados. Andaban tras los pocos pesos que pudieran tener los transeúntes y que el temor los conminaba a entregarlos para evitar ser apresados o golpeados en el peor de los casos.

― ¡Regístralo bien…ese me parece sospechoso!

Dijo un sargento con tono malhumorado, con voz ronca y cara de muy pocos amigos. Tenía un tic nervioso y convulsivo que lo hacía poner la mano sobre la cacha de la pistola cada diez segundos.  Su apariencia grotesca quizás era producto del sobrepeso que acusaba para su poca estatura y de usar ropa con unas tayas que excedían su tamaño. El sargento daba órdenes indistintamente con la voz y con las manos y unos guardias de menor rango, escuálidos y con cara de imberbes se apresuraban a cumplirlas.

― ¿Cuál es tu nombre, morenito?

Trató de mantener la calma. Sabía que debía estar quieto. El sentido común le indicaba que debía contar las palabras y hablar solo lo necesario. La orden que lo interrogaba era la de un cabo con voz cantarina, pero con rostro impenetrable, como si fuera una pared de concreto que hablara.

―Alberto Durosier. Me llamo Alberto Durosier, señor―, dijo parcamente Cero-Uno.

Hizo mayor énfasis en el nombre, tratando de disimular un poco que tenía un apellido que no era de origen dominicano. El cabo ni siquiera escuchó el nombre con propiedad. Estaba más interesado en las otras preguntas que debía hacer para completar el ritual preconcebido y ejecutar la mordida, que era el motivo real de la detención.

―Dame la cédula… ¿De dónde tú vienes?

Volvió a la carga el guardia como si fuera un autómata programado para las preguntas en serie.  Se quedó a la espera del documento de identidad y no le prestó atención inmediata.  Miraba de soslayo a otros jóvenes que habían sido detenidos por idénticas razones y que eran requisados por los demás miembros de la cuadrilla con las mismas diatribas de las inquisiciones.

―No tengo cédula todavía, señor, porque soy menor de edad… yo vengo de trabajar en el mercado. Mi patrón se llama Don Patricio.

Empezó a sudar, aunque la temperatura estaba fresca. La voz le temblaba un poco ante la incertidumbre de lo que podría ocurrirle. El cansancio de la jornada de trabajo desaparecía con el miedo creciente y el sueño ya se le había ido, mientras el corazón corría desbocado en el pecho.

Albertico metió la mano en el bolsillo delantero del pantalón y extrajo algunos pesos que había separado del grueso de la paga del día. Quería darle la mayor parte del dinero a Cuza para que lo guardara y con esa fracción que había separado, quizás compraría algo de fritura y armaría un pequeño jolgorio con los pocos amigos que tenía. Le expuso los billetes de a peso al cabo en señal de que era una persona de trabajo, pero albergando la esperanza de que la pobreza del guardia le agenciara una oportunidad de convenio.

― ¡Mire mi jefe!―, le explicó, mostrando las papeletas como si fuera una oferta contractual. Le estoy diciendo la verdad, vengo de trabajar doce horas en el mercado.

El guardia alargó la diestra sin mirarlo a la cara y empuñó los tres pesos ofrecidos con una premura inusitada, tratando de no ser visto por los otros miembros de la patrulla, que también hacían lo mismo.

― ¡Vete, piti!, vete rápido sin mirar para atrás, le dijo, fingiendo una autoridad de la que carecía. Cuando Albertico iba como a diez metros de distancia, abrió la mano, volvió a mirar el dinero y agregó para sí mismo:

Negro, nada más son tres pesos. No es mucho, pero esto te vale como si fuera la cédula.