Me envía un mensaje un amigo, un profesor ya jubilado que acaba de ser nombrado, con todos los honores, por su universidad americana, profesor emérito. Me dice que está cansado, que no escribe, que apenas si lee, que se le amontonan libros y papeles encima de la mesa y los contempla a distancia, como con miedo, temiendo que salten sobre él acusándole de desinterés.

Luego están las llamadas de distintas universidades pidiéndole que participe con algunas páginas en el homenaje que se le va a rendir a un compañero, y la revista que solicita un informe y juicio sobre algún artículo para saber si se debe o no publicar, y otro viejo conocido que demanda, ¡tan amablemente!, que le presente un libro, y… y…

Dice mi amigo que el tiempo se le escapa entre los dedos, y parece que pretende convencerme ¿convencerse? de que opina que no tendrá modo de hacer, cumpliendo los plazos indicados, todo lo que exigen, ¡siempre tan amablemente!, de él. Pero no es eso lo que íntimamente le preocupa. Tampoco, estimado lector (que ya sé lo que malévolamente está usted  pensado), tampoco le preocupa la muerte, que tal vez le llegue por esa pequeña pero traidora dolencia cardiaca arrastrada desde hace años, una muerte que pudiera asaltarlo al cruzar, sin buscar el semáforo, la ancha avenida en la que se sitúa su casa, o cayendo por las escaleras tan empinadas que acosan al paseante, o porque alguna vez se harte de todo y decida dejarse caer por la ventana del piso tan alto en el que vive. Un día, se pudiera asomar con excesiva inclinación por ver mejor esas montañas que dibujan su horizonte, aquellas que le gustó tanto admirar desde su mesa de trabajo, o desde las ventanas del aula donde prefería dar clase.

La muerte en un caballo pálido, de Gustave Dore.

No, No teme la muerte. La muerte no es sino una peripecia de la vida. La peripecia final. La caída sin red de nuestro calendario. La muerte está ahí y ni siquiera Matusalén, que vivió más que Matusalén, 969 años de marras, que ya son años, pudo evitarla. Hace unos días recibí uno de esos mensajes que nos invaden desde el más allá, vamos, desde las redes, y pasaba revista a la cantidad de cosas que hemos visto cambiar las gentes de mi generación, pues imagínense las que veríamos de vivir tanto como Matusalén. Podríamos escribir el Génesis en varios idiomas vivos y muertos. Y vuelvo con la muerte. No, mi amigo no teme a la muerte.

A lo que teme es a la vida. A la vida que se escapa, dije, entre los dedos de las manos. Se recuerda siempre leyendo, escribiendo, corrigiendo y juzgando trabajos de clase, haciendo informes, culminando reseñas de libros, impartiendo conferencias sobre este autor o aquel otro. Deseaba llegar al final de su carrera profesional para sentarse frente al mar y, al hilo y al ritmo de las olas, leer al azar lo que llegase, sentir el placer de seguir la libertad de las líneas de aquí y de allá, sin obligación ninguna, guiado tan sólo por el placer personal. O pasear.

Muerte y vida, de Gustav Klimt

Y se siente cansado. No de sí mismo, sino de los demás, de aquellos que sólo saber pedir, exigir, suplicar, demandar, mendigar, rogar, invitar intempestivamente, clamar, reclamar, instar, implorar que intervenga, hable, escriba, conferencie, informe. Todos ellos que no han aprendido que existe el verbo importunar, pero lo practican.

Me escribe y me dice que está cansado. ¿Pero cómo librarse de los demás para ser uno mismo, al fin? Eso quiere decirme. Le comprendo y busco sus ventanas desde la otra acera de la avenida. Termina una larga y rica etapa de su vida y ni siquiera le dejamos irse a jugar al dominó a la taberna con los amigos. Ni siquiera recuerda si aprendió a jugar al dominó.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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