Aquellos lectores que, amablemente, vayan siguiendo estas columnas cada dos semanas, recordarán que, después de contemplar unas hamburgueserías, recalamos en un café. Pero no uno de los cafés tradicionales y famosos que, a lo ancho del mundo, reunieron en su seno lo mejor del pensamiento o la política, como el Café de Flore, en París, el Central, de Viena, el Florian, de Venecia, el Gijón, en Madrid, el bellísimo New York, de Budapest, el bonaerense Tortoni, el lisboeta A Brasileira, el Caffè Greco, de Roma, el Detroit, de Tanger o el, probablemente más conocido de mis lectores, La Cafetera, en Santo Domingo. Todos ellos han visto leer y discutir a intelectuales en las tardes y las noches entregadas a la charla imaginativa y creadora.
No, lamentablemente no nos hemos sentado en uno de ellos, sino en un pulcro establecimiento cuya personalidad se multiplica una y otra vez y se reencuentra de lugar en lugar, y donde jóvenes pasan sus horas en silencio, pendientes de sus computadoras portátiles. Hemos viajado desde el ruidoso pozo de comentarios apasionados, al silencio aséptico que no pronuncia los nombres ni de amigos ni de enemigos. Son jóvenes que manejan (no digo “dominan”) varias lenguas y que sólo optan por una o por otra en virtud de intereses laborales.
Samuel Beckett, el autor de Esperando a Godot, pese a ser hablante de inglés, prefirió dejar de escribir en esa lengua y pasar al francés, porque en ese idioma le era más fácil distanciarse de su propia biografía. Fue una opción estética y de ética literaria. Puede elaborarse una larga lista de autores que han escrito en dos lenguas o han vivido en dos países, y ello provoca dificultades para la historia y la crítica literarias. ¿Cuál de las dos culturas, la nativa o la adoptada, sirve de referencia? ¿Debe eso influirnos como lectores?
Es el caso de rumanos como Tristan Tzara, el lanzador del creacionismo, Eugen Ionesco, autor fundamental del teatro del absurdo, o Emil Cioran, filósofo y poeta, que pasaron de su lengua natal al francés; del irlandés ya citado Beckett, trastabillado genialmente entre el inglés y el francés; del español Jorge Semprún, que en su madurez redescubre el español como lengua de escritura, también de Fernando Arrabal y su teatro pánico; de los rusos Vladimir Nabokov o Joseph Brodski, que abandonan su lengua natal para pasar al inglés, en estos casos más por necesidad que por decisión íntima; de Milan Kundera quien, retirado en París, cambia el checo por el francés. La lista, como he dicho, podría ser larga e incluir latinoamericanos que han optado por la lengua de su lugar de trabajo, habiendo escrito antes en su idioma materno, como la puertorriqueña Giannina Braschi (el caso del dominicano Junot Díaz es diferente puesto que nunca escribió en español), pero basta con estos nombres para comprobar que las historias nacionales de la literatura hacen agua si buscan contextualizar orígenes, motivaciones e influencias.
Se comprende que, en estos y otros casos, se discuta la nacionalidad y se dude sobre el fondo cultural donde proyectar su obra porque, por muy cosmopolita que se sea, siempre hay un mundo inicial que marca las elecciones, determina las miradas. Por eso llama la atención cómo, por motivaciones generalmente políticas, se discuta la pertenencia de algunos escritores. ¿Debe el posible lector verse influido por ello a la hora de abrir un libro? ¿Cómo superponer obra literaria y lugar de nacimiento? ¿Hasta qué punto importa?