Toda escritura se cierra sobre sí misma, pues el enunciado tiene como característica fundamental su inamovilidad, y puede resultar imposible relacionarla con una realidad exterior, no sólo por su carácter mítico o porque el mundo evolucione, sino también porque las palabras exigen pragmáticamente una relación entre sí antes que con el exterior. Pero también la escritura es incapaz de prescindir, para bien o para mal, de la tradición literaria que, transmitida en enunciados a veces dispersos y populares, a veces académicos o sacralizados, conforman el lecho en el que todos los escritores despiertan.

Los novelistas de la “generación perdida” norteamericana lamentaban la pérdida de costumbre de leer la Biblia cotidianamente porque el público estadounidense al que pretendían llegar había perdido conocimiento de los modos narrativos. Y es que el Libro de las religiones con libro es, primeramente, un texto escrito, con todos los defectos y las virtudes de la escritura. Aceptarlo como verdad responde a la fe religiosa, no a la crítica literaria.

La Biblia no prescinde de la tradición. La utiliza para atribuir a un principio todo lo que se construyó a lo largo de los siglos siguientes. Los relatos evangélicos, por su parte, se pliegan en lo posible a las predicciones del Antiguo Testamento. Es decir que el cristianismo establece literariamente sus orígenes en los enunciados judaicos anteriores y retiene y aplica, como datos históricos para los tiempos de Jesús, categorías históricas que fueron anteriores; se provocan así, incluso, algunos anacronismos. No en vano, la Iglesia, confundida entre la abundancia de textos y relatos, tardó siglos en fijar el corpus evangélico; nunca antes, probablemente, del Concilio de Nicea (año 325) y de los posteriores escritos de San Agustín.

Recreación pictórica del Concilio de Nicea (año 325).

La crítica bíblica de Bermejo Rubio ha establecido cuatro distancias entre los sucesos narrados en los Evangelios y la escritura de los mismos: a) distancia lingüística (el arameo hablado por Jesús y sus seguidores se convierte en una narración escrita en griego); distancia geográfica (los hechos ocurridos en Palestina se narran por autores que escriben fuera de ella); distancia cronológica (los hechos y predicaciones que corresponden al primer tercio del siglo primero sólo se narran a finales del mismo); y distancia sociocultural (si los protagonistas evangélicos pertenecían a una cultura rural, quienes escriben forman parte de una cultura urbana). Naturalmente, desde la fe se puede argumentar que la voluntad divina permite superar todas las trabas, pero metodológicamente desde el estudio literario no podemos entrar en esa argumentación.

De modo que todo lo que sabemos de Jesús viene mediatizado por los narradores. Dice brillantemente Régis Debray que son los discípulos quienes siempre crean a los maestros, y no al contrario. Un ejemplo interesante lo proporciona el historiador francés Salomon Reinach en su libro Orfeo (1909). Refiere que el obispo de Hierápolis, Papías, luego canonizado santo, en los fragmentos conservados de su Explicación de los dichos del Señor (hacia el año 120), dice manejar documentos de “un viejo”, intérprete de San Pedro, que había “escrito cuidadosamente todo aquello que recordaba”¸ pero no seguía exactamente lo dicho o hecho por Cristo, y que “no había oído al Señor ni le había seguido”. Más tarde había sí siguió a Pedro quien enseñaba “pero sin exponer con orden las palabras del Señor”. Papías entendía que el anciano no había “cometido falta alguna escribiendo así ciertas cosas de memoria, porque cuidaba de no omitir nada de lo que había oído, y de no entremezclar ningún error”.

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Imagen que recrea una reunión de Jesús con sus discípulos.

Conviene aquí recordar cómo empieza el Evangelio de San Lucas, escrito poco después del año 60: “Puesto que muchos han intentado poner en orden un relato acerca de los sucesos que han tenido cumplimiento entre nosotros, tal como nos los transmitieron quienes fueron testigos presenciales desde el principio y servidores de la palabra [la tradición oral], también a mí, que los he seguido todos desde el principio, me ha parecido, excelente Teófilo, escribirlos para ti con precisión y uno tras otro…”. Aunque las distintas versiones de la Biblia buscan recomponer el texto desde una posición ideológicamente contemporánea, siempre entendemos que varios individuos elaboraron relatos orales de lo que presenciaron u oyeron creando una tradición que el evangelista ha procurado seleccionar y ordenar. Es decir, San Lucas hizo lo mismo que cualquier historiador: recopilar noticias, eliminar las contradicciones, ordenarlas y volverlas a escribir en un relato coherente. De ahí que los novelistas norteamericanos del siglo XX, Lawrence, Dos Passos, Hemingway, Faulkner, vieran en la Biblia modelos narrativos.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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