El existencialismo está regido por una norma de libertad única que le confiere una responsabilidad individual al ser: lo que haga ejerciendo su libertad no necesita ser justificado, explicado, ni ceñirse a una ética más que la propia. Existir no es sólo estar en el mundo, sino relacionarse con el entorno y con los demás, lo que permite a la persona modelar su mundo, comprendiéndolo a través de sus propias experiencias, etcétera (Sartre, Jean Paul (1973). El existencialismo es un humanismo. Traducción de Victoria Prati de Fernández. Buenos Aires Argentina).
La novela “El violín de la adúltera”, del intelectual dominicano, Andrés L. Mateo, se inscribe, a mi juicio, dentro de la literatura existencialista (Si lo duda, léase la narrativa corta y larga de León Tolstoi, etcétera). Por eso, el sujeto empírico de esta fascinante obra recrea al licenciado Néstor Luciano Morera, quien conoce a Héctor J. Díaz, poeta cuya condición de hombre sociable lo hacía respetar la dignidad de Nelso, el nombrado “maricón de carrozas”. Es evidente su conocimiento y desarrollo propio del imperativo categórico kantiano que seguramente le permitía tomar sus propias decisiones sin influencias externas a su consciencia.
Sin embargo, le faltaba algo para aminorar el mayor tormento que afectaba su existencia y fue precisamente eso lo que encontró en el poeta, el cual actuó en condición de alguna especie de psicólogo; en tanto maestro egresado de la universidad de la vida. “El problema está en usted”, le dijo con voz estentórea. Desde ese momento, Néstor Luciano Morera comprendió que había descuidado lo que su mujer alegadamente en la narrativa buscaba tras la cremallera del maestro de violín. Ese protervo violín que su mujer había heredado de sus ancestros, los Cicilio, pero que él nunca lo había escuchado sonar. ¿Qué sentido podrá tener más allá de la tradición cultural de una familia italiana de alta sociedad? Pero las palabras del poeta le resonaban. Decidió hacerle el amor como hacía tiempo no lo había hecho: de día, de noche, de arriba abajo, de abajo arriba, por atrás, por adelante, etcétera. Decidió no leer un anónimo más de esos que recibía y decidió poner fin a las dudas y al violín por siempre ¿Cómo lo hizo? Léala.
Estamos pues ante una novela existencialista desde el principio hasta el final. Es una prosa poética de exquisitas imágenes literarias porque, entre otros valores, la estética verbal que reviste la narrativa envuelve al lector. Una escena lleva decididamente a la siguiente y este es uno de los indicios que definen una auténtica novela. La estrategia superestructural de los treinta y siete diarios es muy llamativa. Hace que el lector se interese en saber qué sucederá al día siguiente en la vida del Licenciado Néstor y de su amada Maribel Cicilio.
El narrador dialoga desde la isla con el Continente Europeo y, a través del personaje Héctor J. Díaz, con la ciudad de Nueva York.
Igualmente, la heteroglosia de la novela reluce en el saber enciclopédico del narrador, quién en su narrar imparte cátedra magistral sobre los principales humanistas y filósofos griegos y renacentistas que hoy por hoy conforman el pensamiento occidental. El narrador dialoga desde la isla con el Continente Europeo y, a través del personaje Héctor J. Díaz, con la ciudad de Nueva York.
Es posible inferir el ambiente dictatorial a través de la escena en que Néstor y Margarita conversan debajo de un árbol de mango en “Mata Hambre”, (Localidad llamada así por la cantidad de mangos que “mataban” el hambre a los niños pobres, según la propia voz de narrador); dialogaban sobre las causas por la que su familia tiene que abandonar el país. Su padre era un funcionario del gobierno que no compartía las acciones del tirano y tenía que irse clandestinamente o su vida correría peligro, tal cual lo había hecho, fuera de la obra, el gran Pedro Henríquez Ureña después de haber asumido por corto espacio de tiempo como superintendente de educación alrededor del año 1933.
Otro cuadro hermosamente literario lo constituye la ocasión en que Néstor, siendo un joven, requirió los servicios de una prostituta, pagada por su padre para probar su preferencia sexual. En esa ocasión, fue testigo del “desvirgamiento” de sus dos compañeros, pero cuando le tocó a él, se quedó inmóvil, mientras sus ojos retrataban aquella panza deformada de esa vieja “puta”, de senos colgantes y piel reseca por los embates de los años y del oficio. Como era de esperarse, su estado de inocencia impidió una erección responsable que le permitiera consumar aquel primer acto sexual; así que la prostituta lo despidió con insultos impronunciables.
La hipertextualidad kristeviana se establece no sólo entre la voz del personaje principal, sus diarios y los anónimos que lo atormentan, sino además entre el conjunto de lecturas de obras universales que este culto personaje ha leído y que da cuenta de ello en su relato de forma explícita, entre quienes resaltan Petrarca, Dante Alighieri, Rousseau, Lorca, Rubén Darío, Héctor J. Díaz, etcétera. Igualmente, la lectura de poemas que realiza de otros autores y otros de su autoría, los cuales regala simbólicamente a la gallina Margarita constituyen de una u otra forma hipervínculos con los que alcanza robustecer su narrar.