El adjetivo sagrado deriva del participio latino sacratus y éste a la vez del infinitivo sacrare. Ambos términos designan todo aquello que se consagra a un culto, a una divinidad o a una religión. Una acepción desacralizada atribuye el término a “una situación que merece devoción, admiración y un respeto superlativo, por lo que se considera inaceptable transgredir esas fronteras” (Eliade, 1999).
En contraste con lo sagrado, se suele definir profano como “todo aquello que no es religioso o espiritual para una sociedad”. Por ello, se deduce que “profanar” implica colocar lo que no es religioso ni espiritual dentro de un lugar sagrado. No obstante, en la novela “Pisar los dedos de Dios” (edició de 2018) de Andrés L. Mateo, la profanación es una metáfora que resulta de la curiosidad y del miedo que se vive bajo el régimen de un sistema represivo que limita la trascendencia de los sujetos que reciben el pan de la enseñanza.
De ese modo, la narrativa recrea un ambiente pedagógico-religioso, en el que intervienen personajes cuya diégesis revela un alto nivel cultural de los actantes, pese a la presión psicológica que se ejerce desde la enseñanza autoritaria que incluye enérgicas advertencias verbales y frecuentes castigos físicos.
Esa fue, en parte, la educación que también la generación del último cuarto del siglo XX recibió. Si este dato constituyese un índice simbólico de lo profano, tal vez pueda afirmarse que dicha metáfora disciplinaria, realizada con amor y equilibrio, funcionó relativamente a nuestros antecesores, algunos de los cuales consideraban a los profesores como segundos padres y ni qué decir cuando se trataba de autoridades eclesiásticas.
La novela contiene, de forma implícita, una fuerte crítica a la dictadura política y religiosa, por lo que la profanación no puede referirse sólo a la fornicación de los sacerdotes representados y descubiertos por los alumnos a través del agujero de una pared. Puede que el dios al que le pisan los dedos no refiera únicamente a ese lugar sagrado en que vivían los estudiantes, sino que representara al dictador y su dictadura, con sus métodos crueles y serviles.
No hay dudas que esta novela debe ser representativa de la literatura hispanoamericana y dentro de ésta de la dominicana. El entramado de una prosa, tal vez difícil para cualquier sujeto improvisado en la lectura, incluye un vocabulario culto desde el principio hasta el final. Las construcciones lexicales, y otros juegos verbales, configuran la literalidad de una prosa metaforizada que exige un nivel de atención superior al que se emplea en la lectura de un texto posmoderno. Hasta los letreros con los que los estudiantes profanan el lugar santo son escritos con total dominio de la gramática y la ortografía hispánica, incluyendo una elegante caligrafía.
Lo anterior podría ser indicación de que la educación que se ofrecía durante el período dictatorial era de calidad, pues el narrador ha representado estudiantes ideales, bien alfabetizados. Sin embargo, de haber sido así en “la realidad real” y no sólo en “la realidad ficcional”, esa calidad debería encontrarse en ese tipo de instituciones sagradas y en politécnicos; sobre todo, porque los informes de ese período, emitidos por el intelectual Max Henríquez Ureña sobre la enseñanza de la lecto-escritura en el país, revelan un panorama educativo muy distinto al universo literario creado por nuestro narrador.
La lectura de esta breve novela me ha servido de inspiración para seguir leyendo a nuestros autores. No es mi intención adular a ningún escritor consagrado, pero como no soy crítico literario, sino un simple y esforzado lector, me siento con la libertad de expresar el privilegio que la vida me ha presentado de viajar hacia el interior de la mente de un intelectual de alto bagaje cultural que se inscribe dentro de la línea que abrió el gran Pedro Henríquez Ureña.
Ahora comprendo, más o menos, cómo es posible profanar un lugar sagrado. Una dimensión de la literatura, que no es ingenua, consiste en aprovechar vivencias cotidianas para convertirlas en poesía a través del poder del verbo. Este es el principal valor que vislumbro en esta novela. No es lo que escribió Andrés L. Mateo hace ya varias décadas, sino la forma en que lo escribió. La semiótica de portada, así como la elocución impresa en el paratexto, se constituye en arte que suscita el placer de todo sujeto-lector, cuya sensibilidad literaria sea notoria.
Mateo, Andrés L. (2018) “Pisar los dedos de Dios”. Santo Domingo: Editorial Santuario. Segunda edición. 117 páginas.