Azuzado por aquel imaginario delictivo, imponente, fascinante y fantástico de riquezas, honor y fama, ¿para qué le serviría al enano Attias, extrañado ahora de su tierra, sepultar los ruidos secos de antaño que ahora se repiten, “dwarf”, del lado allá de Las Cañitas? Resuelto, en su afloro de vendetta, Attias Treviño, resentido, los repara, reafirma, confiesa y asume convertido en esa réplica perfecta, “imaginando El Padrino”, de un avasallante traficante y despiadado matasiete, encallecida el alma, “podrida”, por los remordimientos, “heridas que…nunca cicatrizarían”, y el brutal repudio a su figura ingrata.

“No había forma de eso con todo lo que había sufrido y vivido. No había manera de dejar a un lado su odio hacia el ser humano, pues cada vez que daba un paso al frente, en ese sitio donde ahora se halla, era testigo de una reproducción fidedigna de aquello que tanto aborrecía del suelo en el que salió. De manera que, para poder limpiar su honor enlodado por las pestes que lo acreditaban como un ser deforme, rechazado por la sociedad, debía de empezar por perdonarse, lo cual no era posible que se diera de forma simple, como si se tratara de alguien normal ante la vista de todos.”

 No obstante, a pesar de que su “alma se había endurecido” en esa espiral creciente de castigo, venganza y desparpajo, el fenómeno, de igual manera, lograba mitigar sus desalientos con una gota refulgente que apenas lo alumbraba, “un milésimo grano de bondad mirando hacia dentro de él”, recurriendo a sus enceladas añoranzas que la autora de Luces de alfareros desentraña, con áurea riqueza y ternura, de la complexión abrumadora del enano y su complejidad humana acuñada más allá de lo visible.

“Pensaba en María Gracia y el temor de que descubriera en aquello que se hallaba metido lo imbuían en un aire sucio, difícil de aspirar. Las cartas dirigidas a ella eran muy sutiles. Le hablaba de sus paseos por el viejo San Juan, de los barcos anclados en los muelles, del mar y su sabor salado cuando se ondulaba con su vaivén rizado. De las luces tricolores que muy brillantes, desde un pueblito, llegó a divisar y que –decían- venían de su país. Le contaba que la sentía a través de aquellas cosas donde sus ojos se reproducían ante la luz de las luciérnagas cuando en ellas se detenía. Durante los días largos veía su esencia dimensionada al canto de algunos ruiseñores que divisaba, de vez en cuando, inmóviles, desde lo alto de un mamón, o cerezo.”
Público en la puesta en circulación de Luces de alfareros, de Ana Almonte.

Así las cosas, cumplido ya su cometido en la isla de El Encanto, Attias Treviño emprendería, tomando un vuelo rumbo a la megalópolis neoyorkina, su verdadero ascenso al paraíso. Allí, en la ciudad de El Bronx, Attias habría de pretender transfigurarse de crisálida a mariposa, sobrevolando, corpórea, diáfana, translúcida y cristalina, tras sus vastas fantasías, riquezas, gloria, poder y, finalmente, su engreimiento esplendoroso de capo di tutti capi. Era él, sí, el enano Attias, una criatura que, desde sus orígenes, sucia, traposa y asquerosa, igualmente aspiraba, como cualquier perecedero gusarapo, a un espacio doméstico rodeado de la mansedumbre de esposa y prole, y no como un mero y aplaudido espectáculo de mierda, recorriendo en patín las asfaltadas calles de Bayona y Santurce, allá, en Puerto Rico. Pero los patinetes y el enano coexistían, como máquinas puntalmente pactadas, predestinados a proseguir rodando, bajo el signo de los buenos augurios, por calles y bulevares de los Nuevayores, ofreciendo diversiones, amenas y originales, a peatones en el legendario Times Square. Dentro del comercio y tráfico de drogas todo iba aferrado de la mano y buena brisa. Attias se había embuchado diez millones de monedas por un comercial televisivo sobre ruedas, “¡wao!, Fresh Air, it feels Good”, mientras empuñaba, sediento, una botella de refresco y su sed insaciable e infinita de dólares metida en el fondo de su faltriquera. El insecto, demonizado e incubado en la barriada Las Cañitas, ya no podía presumirse un anodino enano, sino de todo un hombre rico, majestuoso, cuya imagen era tanto familiar en estaciones de subways y Estados como en la pantalla chica, estimulando así su talento, encanto, decoro, perseverancia, provecho y exuberancia. En sí, ¡cuán colosal cuarzo cristalino donde debía mirarse ese vecindario olvidado de miles y miles de pequeños! Aquí, en la metrópolis que nunca duerme, el “monstruo bastardo” despertó, vio y palpó la coronación de sus sueños de grandeza, atravesando su extraordinario ciclo de vida, en materia y forma, paralelo a la parábola de las cuatro fases de vida de una mariposa: óvulo y oruga en la hoja, crisálida en el capullo y mariposa en el infinito. Asimismo, en Attias Treviño: óvulo y oruga en Las Cañitas, crisálida en Puerto Rico y mariposa en La Gran Manzana. Pero como la saciedad del hombre nunca acaba mientras en la carne haya vida, Attias ya no le cabía su cuerpo en el vestuario. Para sus planes venideros, los patines habían ya finiquitado sus hazañas de decoro. De hecho, esas ruedas ya eran cosas del pasado, desechas en su memoria lapidaria de gusano. Ahora tenía que alcanzar otros inverosímiles principados en la búsqueda de otras fantasías que pudieran saldar todos sus antojos y actos de escarmiento. Justamente, así hubo de prometérselo, con autoridad y vehemencia, a su padre en áquel diálogo del silencio, “Usted se quedó con los sabores pasado y los reproduce todos los días, de cada año, en su presente”, durante el cual el pobre radiotécnico seguiría siendo radiotécnico, limitado al juego de “perdedores” per secula secolurum. En el pináculo y obsesión de sus propósitos, o pugilato por encontrar un lugar sobre la tierra, Attias Treviño, irreverente, tomó, en visión del alma humana y sus absurdos, el prolífico trayecto del honor, la traición, el amor, el odio, la venganza y la intriga. ¡Oh!.. ¡Celebridad de autógrafos, anhelos, el “otoño…invierno”, y obcecaciones en ese permanente submundo fementido y alucinógeno! Ahondó, recurriendo a los famosos y eximias figuras del crimen organizado, al negocio de las piedras preciosas en el mercado negro, para embestir, sobremanera, pero sin ningún control de lo que sucede, sus nostálgicas ambiciones contra el mundo puesto a sus rodillas. Pero como el dictamen de cada latido es, por encima de todo, el que manda, “El Padrino”, finalmente, sucumbió, en “un aire luctuoso, pero también de enfática hermosura”, sobre un puente miserable en la ciudad de Atlanta, Georgia. La mariposa, deplorable y lacerada, arrugó sus alas en el vacío, ¿para que esforzarse en hacer nada?, luego de que manos gansteriles, voces agoreras e imprecaciones imputándoselas a sí misma, empujaran la alevilla, ¿el libre albedrío y Dios existen?, a sus orígenes de oruga: “Es e-naa-nooo”. Tocándole al Todopoderoso la puerta de la mano de María Gracia, su auténtico y único amor que Attias Treviño llevaba soterrado en sus adentros. Incluso, durante el soplo memorable de su aparatoso y fatídico desplome en el viaducto, provocado por “un niño” obstinado por las Luces de alfareros al final y comienzo del preludio.

Ana Almonte, autora de Luces de Alfareros, y el escritor Luis Ernesto Mejia.