Que en la obra Luces de alfareros el crepúsculo matutino del mes de agosto emerja, en el episodio Nadar en el fondo, como una criatura personificada de “huesos y carnes que se palpa” y ataca, representa todo un traspié fortuito y perdurable por lo que la impúber Daysi Velázquez Dabrowiski contemplaba, “abnegada, distraída…humilde en demasía”, la agonía, tras el suicidio, de su madre, quien a su pequeña hija atisbaba con “una expresión de angustia a la hora de expirar”. De ahí que, al correr de los días y en virtud de la paradoja perfecta entre el libre albedrío y el destino, “cada año, este mes permanecía en un estado de contradictoria rebeldía”, a la señora Velázquez Dabrowiski, atrapada entre las fauces de aquella temporada, no le merecía la pena “en qué situación de bienestar estuviera porque el bienestar dejaba de ser inmediatamente asomaba [el fantasma de] agosto.”  

“Generalmente, no era posible celebrar la vida elucubrando fatalidades que, en la singularidad de su existir, revivían en [agosto]. Aparte de que en su entorno de adulta proyecta[ba] plenitud por encima de conocer los olores y colores de las desgracias, prefería mantener, muchas veces con estoicismo, aquellos espectros que adquirían forma palpable fuera de la superficie de su mente, que en largas noches se prefiguraban en las paredes de su cuarto como invasores, fantasmas de semblantes putrefactos.” 

Y es que en el entramado de Nadar en el fondo, apólogo holográfico de la susodicha obra en cuanto al predestinado retículo de oruga a mariposa subyacente en toda andadura de la novela, la autora, ¿pilar de un nuevo paradigma narrativo?, Ana Almonte, espléndida, exuda los intricados sucesos que acaecen emplazados sobre los múltiples planos por donde Daysi Dabrowiski atravesaba, obsesa, en su primera fase como niña, a causa del implacable, “desalmado”, sofocante, recurrente, determinante y “semejante mes” de agosto, comienzo y tránsito de los amaneceres o circularidad premonitoria de la imberbe, bajo una imagen sonora en ascenso o concatenación fono-simbólica y recursiva de nombres comunes y destinos trágicos, extinguiéndose su madre sujeta a una “respiración cabalgada”, y más el horizonte que íntegro acontece entre la puja, desenfrenada, del arbitrium y el hado: “semejante ocasión”, “semejante hora, semejante tapiz…semejante copa…semejante paredes, semejante suelo…semejante aire”.

 

Agosto, asiento inmarcesible, cíclico y alegórico que, de punta a punta, “moldea[ba], intimida[ba], [y] manipula[ba]” a la devenida en desposada de Cerati, aherrojada en su atormentado abarrotamiento, trágica opulencia y paradójica contumacia a pesar de su entereza y plétora de arrojo. Por cierto, visaje enmascarado de aromas y fragancias disipadas desde niña en ese espejo maldito, “paredes de su cuarto”, cuan cataduras pútridas, limítrofes a la realidad de su propia piel en las interminables “sequías alarmantes” de un  estuoso  y presagiado agosto. 

“El solo hecho de respirar en agosto hacía que su vida se limitara. Se redujera con noches que se extendían en situaciones de soledades sin importar qué tan acompañada estuviera hasta despuntar el nuevo día con sus incomodidades que en nada se diferenciaba de las incomodidades del anterior.” 

En otro flanco de los innumerables pormenores espaciales, y las tantas extensiones de cosas y personajes paralelos a sus altibajos y peripecias, incluso, en algo tan mundano como la tensión y el apego a la codicia por una piedra preciosa que fluctuaba, efímera, entre las aguas, Daysi Dabrowiski, moviéndose, abarcadora y en demasía, durante las múltiples jornadas sobrevenidas en Nadar en el fondo, vivió rebotando, “esquiando”, las remembranzas de su “virginidad perdida” o desflore a garras de un artista callejero, extravagante, “excéntrico”, nombrado Ricky, criatura escéptica de un agosto revertido, seco, que perduraba apurando el día como si el último fuera. Espécimen infausto, “ave de paso”, y rata grafitera, “tímid[a] y falt[a] de cariño”, que carente de apellido, y al que Daysi poco le sumaba, “creció aborreciendo…la figura inmaculada” de nuestro señor Jesucristo entre los muros subterráneos de la metrópolis newyorkina, debatiéndose, “las buenas acciones no dejan nada”, en el espejismo de sus calles profundas o edificios altos, personificando al poeta William Blake. A decir verdad, la Dabrowiski y Ricky, vidas equidistantes que habrían de colapsar, como “singularidad única”, nadando en un vuelo de remordimientos convergentes en las profundidades homónimas del capítulo.

Así, en efecto, igualmente, hubo de ocurrir, extraviada la habilidad de elegir ante los casos y acosos cotidianos, desde que la señora Dabrowiski se hospedara en el hotel Umbrellas del Paraíso, sito en el resort o cabecera de playa Punta Cana. Aquí, la dama retomaba el trago acre de “esa sensación de paranoico agobio” que, asociado a la recrudecida hipertermia de agosto, la noche previa a su partida hacia la ciudad de los nuevayores, “arrastrando significativos malestares”, la transformaban, “física e íntimamente”, en un ente atrabiliario por  ese despiadado tramo, ciclo, que, de manera irreparable y sin importar donde ella se encontrara, incubaba “en su cuerpo y su rostro, un sudor meloso”, melifluo, que asiduamente se extendía mientras duraba, íntegramente, ese tétrico y asfixiante agosto convertido en el fuego fatuo, recóndito, que la perseguía a ella misma en pleno contraste, tensión existencial de los opuestos, con el mundo afuera remontándose en la donosura de los cocoteros acunados por el aura que le penetraba, consintiendo que sus ligeras briznas resoplaran en el pelo desecado de la hembra a costa de la niebla.

“Fuera del resort de Punta Cana, algunas palmeras chasqueban sus cabezas con elegancia, beatificadas por una brisa sana que, sorpresivamente, emergió hasta sus cabellos deshidratados por la humedad permitiendo, por milésimas de segundos, que las finas hebras respiraran.” 

Ana Almonte, autora de Luces de Alfareros, y el escritor Luis Ernesto Mejía.

Ese impacto definitivo de ahogo, fruto de su vocación de morir en agosto, se remonta, ciertamente, a su dilatada ruta o recorrido, tanto de “lecturas y algunas vivencias personales, como el suicidio de su madre”. Prueba esta que la llevó a experimentar la fobia, “miedo”, dado, sobretodo, el vacío “que la dejó sola [desde] muy niña”, cuando intentaban apagarle, viviendo con su abuela, Dunda Dabrowiski, el alumbrado de su cuarto “en [esas] noches alargadas” que la obligaban a invocar el Padre Nuestro y a desvariar ante imágenes descomunales de sombras que, “palpables fuera de la superficie de su mente”, pretendían aniquilarla, afectando todo lo que habría de tocar por el resto de su vida. ¿Pero si nadie, entonces, había podido rescatarla, quién, ahora, luego de abandonar Umbrellas del Paraíso rumbo a la ciudad que nunca duerme, ¡New York, New York!, podría socorrerla ante el asolador impacto de la aeronave que caía en el océano, y la posterior supervivencia y avatares de la mujer cuando a nado apenas tocó tierra para internarse en el embrollo y espesura de la selva? Asimismo, entre uno y otros sucederes, y en esa persistente atmósfera sombría del mundo, la fragilidad de la existencia y el miedo, Daysi Velázquez Dabrowiski acabó cuestionando hasta qué límites sus propias emociones, en lucha, la habían acorralado, “espiritualmente muerta, o si hacía tiempo ya andaba muerta”, fatigada y anonada por aquel siniestro fortuito, entre “lágrimas” que se embarullaban con la embocadura o “sabor” del agua que, gracias a su cabellera, desplomábase “en su rostro como amargas pinceladas.” Aquí, justamente,  Daysi Velázquez empotraba sus asentimientos, “creencias”, de contrasentidos en medio de un dejamiento atemporal del universo, “el agua no era fría ni caliente”. Tampoco “creer en lo que ya creía” por señal inexorable de los sucesos. De hecho, en el denuedo de Dabrowiski, corolario, quizás, de sus propias tribulaciones o “viacrucis en vida”, creyó sobrante la presencia tangible presidida por el Diablo en el espacio, y de cuya tenebrosidad y hoguera en algún momento sintió miedo, máxime cuando había oído, de boca de un eclesiástico, que las criaturas que se auto infligen atentados, refiriéndose al suicidio de su madre, no alcazarían la vida eterna. Serían condenadas. De su parte, y en sus disquisiciones sobre el otro lado incierto, la señora Dabrowiski, hubo de inquirir, pensado desde niña, en el proceso biográfico de Dios en su habitad del paraíso: un hombre de barba blanca, y luego, impugnándolo, como un “un señor mayor”, a un supremo y definitivo “Dios [que] podría no ser Dios”.   

“…es más…Dios…Es algo, una entidad insonora parecida a la nada dentro del todo, un todo colmado de energía, de luces claras y oscuras que no necesariamente se derraman en personas buenas.”  

Obviamente, Dabrowiski se había encaminado, explorando otra inconstante de la realidad o la existencia, en la búsqueda de respuestas de parte de un Dios, Todopoderoso, que tolera o faculta los achaques, el deterioro, los defectos, las dolencias, las vilezas, las iniquidades, las ruinas, las contiendas, los prejuicios, las calamidades, los sufrimientos, las maldades, el deterioro, los estragos, los daños, las vilezas, las infamias, las injusticias, el hábito de morir, y hasta que los malvados  triunfen debido a la voluntad y la necesidad del mal josiando y depredando su carroña, tal como las ratas, en el reservorio de los cuerpos.

“Si existe Dios es tan cruel como los hombres, pensé en ese momento irreverente, permite el libre albedrio tal vez esperando, inútilmente, que el humano alcance su propia redención.”

¿Qué papel jugó, entre los fardos que cargaba la Dabrowiski, el mentado libre albedrío en el suicidio de su madre? ¿O en el comportamiento, que ella arrastraba o articulaba consigo, del padre que violó y apuñaló, respondiendo al tormento propinado por unos pérfidos espectros, a su  propia hija, de ocho o diez años, en un callejón de Harlem? Acudiendo a un punto existencial tan antiguo y humano de las cosas rutinarias, Daysi Dabrowiski, además, se preguntaba: ¿dónde estuvo o se ocultó el Señor ante el hambre y las limitaciones intensas de desnutrición y pobreza de los niños en apartados lugares como en África y América Latina? ¿En qué escondiste la divinidad mora durante las guerras? ¿Cómo explicaríamos los sufrimientos, el suicidio y nuestra condena a muerte por boca de la deidad engendrada? Para Daysi Velázquez Dabrowiski, durante su dueto o redoblado, íntimo, de adulta y niña, las aflicciones, a la larga, de ánima y cuerpo, ocurrían inexorables inmediatamente afloraba la mácula contagiosa de agosto.

 

 Luis Ernesto Mejía en Acento.com.do