Si hiciéramos una pregunta sobre cuál ha sido uno de los escritores cubanos más importante de la segunda mitad del siglo XX, pocos vacilarían en responder que sin duda Alejo Carpentier (1904-1980), tiene un terreno bien ganado en la conciencia literaria de los  hispanoamericanos. Por mucho tiempo se pensó que había nacido en la Habana, pero luego de su muerte se ha descubierto que la partida de nacimiento de Carpentier está fechada el 26 de diciembre, casi en el pleno invierno de Lausana, una ciudad suiza, situada a orillas del lago Lemán. Hay un detalle que sus biógrafos y estudiosos casi nunca destacan: la mayor formación recibida por Carpentier proviene de sus padres, quienes acosados por el desencanto que le produjo la decadencia europea, se trasladaron a La Habana, apenas siendo un niño, pues él, –su padre– le enseñaba literatura y ella, –su madre–, le enseñaba música.

Haber sido hijo de un arquitecto francés y una profesora de música de origen ruso le permitió a Carpentier nacer con la marca de un mestizaje cultural que luego, con el tiempo trasladaría a su obra. Gracias a la cálida de su literatura, está considerado por la crítica internacional como uno de los grandes escritores de América Latina en el siglo XX, y quien más ha acentuado la cubanía en todo su esplendor y extendido a su vez, la onda expansiva caribeña con una autoridad sin cuestionamientos ni vacilaciones. Desde luego, y siendo muy joven su basta cultura lo colocó en un sitial importante en toda Latinoamérica y parte del mundo, cuando adquirió un gran reconocimiento y prestigio como intelectual, sobre todo por su arriesgada teoría de lo real maravilloso.

Cultivó casi todos los géneros con asombrosa maestría. Desde la novela, el ensayo, el cuento, la crónica y la memoria en los cuales dejó un fiel testimonio de sus inquietudes estéticas y en los que fijó posición sobre su compromiso con el arte de la escritura y con la cultura de su país, así como de sus innumerables viajes por el mundo. Nunca estuvo al margen de los grandes acontecimientos históricos y culturales de su época. Como intelectual siempre estuvo consciente del papel que deben jugar la historia y la cultura frente a la novela y cómo el novelista debe reinventar el pasado para dar un testimonio de su época a las futuras generaciones. Siempre se detuvo a examinar con detenimiento los problemas de la novela latinoamericana, no sin antes reconocer sus defectos y virtudes, cuyas opiniones fueron valiosas para encauzar las nuevas riendas que este género debía de tomar en los países latinoamericanos en años posteriores.

Las convicciones políticas de las que era dueño fueron claves para levantar su voz de protesta en contra de las injusticias de la dictadura de Machado y en contra de la política intervencionista de los EEUU, en los países de América Latina.

No en vano fue un ferviente defensor de la Revolución Cubana de 1959. Sin embargo, no fue un defensor dogmático como le sucedió a muchos de sus compatriotas y compañeros de oficio, quienes quedaron sepultados para siempre en los recovecos de la ideología comunista y en el dogma de una literatura adoctrinada por la revolución. Por el contrario, Carpentier creía en la libertad del escritor como libre proponente de ideas. Convencido de que el arte no puede quedar castrado bajo las directrices políticas ni ideológicas, sino que debe obedecer a inquietudes estéticas y humanas, mantuvo siempre una postura firme y ética frente a su obra creativa.  Pues mucho antes de la guerra fría, los zares del comunismo ruso y la URSS entendían que la literatura debía de ser un vehículo de transmisión de las ideas políticas, lo que la convertía en un instrumento de adoctrinamiento ideológico al servicio del gobierno, del partido y del Estado. Por lo tanto el escritor que se sometía a esa especie de tiranía de la escritura, de seguro traicionaba su obra. Pues según esta doctrina promovida por Stalin, la literatura debía escribirse “desde el Estado, para el Estado y nunca en contra de este”.

Muchos escritores de América Latina, frente al mito que creó la “Revolución Cubana”, sucumbieron ante estas ataduras ideológicas, supuestamente “progresistas” y hoy sus obras reposan tristemente en el polvo del olvido. Gracias a esa conciencia estética que adquirió Carpentier en los enclaves en los que vivió, específicamente en Francia, su obra se salvó del espectro comunista y hoy representa una de las revoluciones más estetizantes de la novelística hispanoamericana.

La forma en la que abordó la novela es valiosísima, por el tipo de discurso que encierra su narrativa, y por el sello personalísimo que le imprimió.  Además, abordó este género con la conciencia del maestro que va tallando y perfilando poco a poco lo más acabado de su arte. Así lo demostró al publicar novelas como El recurso del método (1974), Los pasos perdidos (1953), Consagración de la primavera  (1978 ) y El reino de este Mundo (1948) en cuyo prólogo expuso de manera magistral todos los pormenores de su teoría  y donde explica muy bien por qué Latinoamérica es toda un escenario natural de lo real maravilloso, pero sobre todo, porque acentuó a partir de ahí el perfil del novelista acabado y reafirmó con ello, la relación y el compromiso que debe tener el escritor con el pasado reciente, con el presente y con la historia.

De manera que su teoría de lo real maravilloso sirvió como precursora para los futuros novelistas del Boom. Al mismo tiempo, esta teoría  se puede ver como un manifiesto de emancipación literaria, así como la definitiva y esperada independencia de pensamiento que tanto enarbolaron los forjadores de nuestra conciencia intelectual y estética durante el siglo XIX y principios del siglo XX, como Rubén Darío, Andrés Bello, José Martí, José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña.

En una memorable fantasía como El acoso, narra la persecución de un revolucionario cubano por la policía del dictador Machado durante el tiempo que toma la ejecución de la Quinta Sinfonía en el teatro de La Habana. Esta manera tan peculiar de contar que encontramos en el interior de su narrativa no es casual, pues Carpentier era un ferviente musicólogo y un apasionado de los rituales más sorprendentes que habitaban los rincones apartados de Haití, Martinica, las islas inglesas y las costas de Venezuela, pues la vitalidad de su narrativa tiene su base en la cosmogonía mitológica de los pueblos por apartado que sean.

Su maestría como narrador le otorgó un sello único a la cálida de su prosa, pues fue dueño de un discurso cargado de originalidad por la abundante propuesta de ideas sobre los distintos registros que envuelven su narrativa. En las descripciones de las que hace gala, Carpentier se desliza como pez en su agua: descubre, escudriña, musicaliza, propone ideas originales sobre la cultura oral y visual, sobre todo cuando se detiene en los detalles arquitectónicos de los edificios coloniales, de la más representativa arquitectura del continente.

De hecho, si la novelística de Carpentier podemos verla como un examen de la realidad histórica y cultural latinoamericanas, debemos detenernos también a pensar en  el papel que juega la novela,  en la conciencia de los ciudadanos. Sobre todo, si su práctica escritural de la novela en este caso, no se reduce estrictus sensu a una mera “representación de un programa teórico”. Su producción entonces merece estudiarse además, desde la vertiente del ensayo donde el autor plantea una tesis antropológica del hombre latinoamericano desde sus imaginarios posibles, tomando en cuenta el paisaje, la historia y la cultura. De ahí que, parafraseando a J. M. Coetzee, lo que Carpentier toma de sus maestros es más que todo una teoría del artista, que una teoría de la novela: una teoría de la vocación especial del artista, de los talentos especiales que posee y de las posibilidades que ellos entrañan, desde la vertiente de la lengua y sus presupuestos estéticos y verbales.

Carpentier ve en la novela un instrumento de indagación y un “modo de cuestionamiento de las épocas”. Un modelo que investiga en las interioridades más profundas del hombre a través del tiempo, acorde con el contexto cultural, racial, político e ideológico. Para el escritor checoslovaco Milán Kundera “la novela es una de las grandes conquistas de la humanidad”. Vista como un acto de agudeza de la mente humana, debe ser además, un modelo de pensamiento que refleje las inquietudes sociales, las pasiones estéticas y los problemas políticos de una época determinada. Un modelo que refleje el comportamiento interior del hombre, sus sueños, sus esperanzas, sus frustraciones, sus angustias, la carga emocional y espiritual como producto de la marca existencial y filosófica. Un modelo que cuestione, que proponga ideas para el debate, que indague en los más hondo y cuestione el orden jerárquico y las estructuras sociales. Un modelo que desacralice, que no tenga concesiones con el poder para que deje en el imaginario social su marca intelectual y moral.

 

 

Eugenio Camacho en Acento.com.do