Pero volvamos antes de tomarlo a la hamburguesería donde dejé a mis lectores descansando en la columna anterior. La distinta función de uno u otro lugar para aquellos establecimientos internacionales de restauración, a la que me referí, no fue en su inicio pensada por los propietarios, pero en algún momento descubrieron que aquellos restaurantes, creados inicialmente para atender a los conductores que transitaban por carreteras y autopistas, se habían convertido en símbolo de lo que se denomina el estilo de vida americano, el American way of life, en símbolo de la modernidad y del cosmopolitismo.
Pero, precisamente, la América para la que se fundó Mcdonald’s ni era, ni es, representativa de la modernidad, de la internacionalidad o, desde luego, del cosmopolitismo. Aquella simbolización se atribuyó en algún momento al tipo de comida y al modo de consumirla, pero cuando las necesidades comerciales aconsejaron adaptar los productos alimenticios a las costumbres, los tabúes y las prohibiciones de los países y las religiones, la semiótica se alteró. Algunos alimentos locales se introdujeron de rondón. En Madrid, algunos de los establecimientos han llegado a ofrecer bocadillos de jamón, o pan tostado con aceite, que es lo menos estadounidense que puede uno imaginar. Dejó, así, de importar tanto el significado de los productos que se consumían para que cobrase valor el significante, el tipo de local y sus colores de empresa. Como dice la famosa frase de Tancredi Falconeri en Il gattopardo: "Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi" (Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie).
Encontramos diferencias claras con otra cadena de establecimientos cafeteros ya internacional que, en cambio, nunca consiguió (o pretendió) imponer su americanidad, sino el aspecto, la limpieza y la comodidad de sus locales. Tan sólo se había pensado en crear un ambiente propicio para que acudieran estudiantes, con sofás y sillones cómodos en los que permanecer. El nombre de la cadena, Starbucks, remite de hecho al patrimonio cultural americano, pues proviene de Moby-Dick (1851), la novela de Hermann Melville; Starbuck era el primer oficial del barco, un cuáquero alto y serio, de prudente valentía, y supersticioso, más por conocimientos que por ignorancia.
El café al que nos invita el marinero no es necesariamente allí de mayor calidad que en otros lugares y, en cambio, suele ser más caro (Colombia ha intentado internacionalizar con escaso éxito una de sus marcas conocidas); la coartada de su relación con políticas de precio justo en los lugares de origen no parece haber nunca calado de modo importante en los clientes, que no acuden buscando justicia, sino silencio y comodidad (de hecho, el erróneo cambio del interiorismo que ha seguido a una variación accionarial despersonaliza los establecimientos y puede llevarlos a la ruina). Frente a la rapidez y seguridad americanas de la hamburguesería, esa cafetería vende tranquilidad y acogida en un ambiente que, para los Estados Unidos, se podría adjetivar curiosamente de europeo. No en vano la firma nace en Seatle (en el 1912 de la Pike Place) y en el medio universitario, lejos del ruido y el tráfago de las carreteras.
Esta oposición tan simbólica de las dos cadenas de cafés parece decirnos que la globalización, si existe, no ofrece un único rostro y, por lo tanto, no alcanza a ser global.