Posiblemente Cervantes sea el primer intelectual. No quiero decir con ello que sólo viva en el intelecto, en y de la creación. Al contrario. Me refiero al intelectual moderno, aquel que “vive de sus manos” y, además, crea, escribe. Recordemos a Antonio Machado: “Y al cabo nada os debo; debéisme cuanto he escrito. / A mi trabajo acudo, con mi dinero pago / el traje que me cubre y la mansión que habito, / el pan que me alimenta y el lecho en donde yago”. Un escritor que vive de su pluma es, al menos de entrada, sospechoso. Y peligroso. Siempre o algún día tendrá que escribir al dictado. ¿De quién? ¿De qué? Recordemos las palabras de don Quijote al escudero: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre”.

Miguel de Cervantes.

Cervantes, nuestro intelectual moderno y de siempre, sabía que darse a la lectura significaba olvidar el ejercicio de la caza. Dos actividades incompatibles. La lectura (y la escritura debe serlo también) es ejercicio de libertad. La caza (y el deporte de competición) ejercicios de poder, deseo de demostrar que se es más fuerte que el otro.

Cervantes demuestra su dominio solamente sobre lo que escribe. Eso me gusta de él. Está por encima de lo que cuenta y de las formas de contar. Cuando don Quijote sale por vez primera, habla “como si verdaderamente fuera enamorado”, luego el narrador sabe que no es cierto que lo esté. Y como don Quijote no tiene testigos, es que se engaña a sí mismo. O bien es que los “historiadores” (¿con qué documentación?) se equivocaron. De hecho, no tenían nada muy claro: “Autores ha que dicen que la primera aventura que le avino fue la de Puerto Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar…”.  El propio personaje pudiera ser un farsante que sabe que el significante a veces es significado, que el signo puede convertirse en la cosa. Por ello tal vez no estuviera enamorado y, por ello, se lo confiese a sí mismo, lo finge porque la dama es necesaria para ser un caballero andante.

La invención libre de los personajes, de los espacios, del tiempo, de los hechos. La invención sin deberle nada a nadie, sin deudas que la escritura haya de pagar.

El narrador (¿qué narrador: Cervantes, aquel que no quiere acordarse del nombre del lugar, Cide Hamete…?) cuenta como si desplegase una historia ya conocida por otros. Incluso por los mismos lectores para quienes narra y explica. Como si no inventase nada, sino que pusiera en orden lo que sabemos, aunque de forma incompleta y tal vez inexacta. Ello explicaría una curiosa manifestación que contemplé en El Toboso: el pueblo se oponía al derribo de la casa de Dulcinea; olvidaban que Dulcinea no pudo tener casa porque es un personaje de ficción. Poco faltó para que interviniera la Guardia Civil.

La invención libre de los personajes, de los espacios, del tiempo, de los hechos. La invención sin deberle nada a nadie, sin deudas que la escritura haya de pagar. Por eso don Quijote es un iluminado. Está lleno de fe y, como tal, es un integrista. La fe consiste en creer sin ver ni haber visto. Sin prueba definitiva. Creer porque se tiene fe. Y el integrista convierte su fe en fuerza, en ejercicio de poder. Hace creer a través del miedo. Miedo al dolor, al atentado, a la soledad, a la muerte, a lo desconocido. La autoridad se gana por el convencimiento, el poder se impone por el miedo. Si Cervantes es persona libre, su personaje no lo es. Todo lo debe, en su locura, a una ley impuesta que no le da ni fuerza, ni poder, ni autoridad. Don Quijote no puede ser un héroe. Sólo un perdedor.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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