América Latina es una región de exuberancia. Las escenas de naturaleza desbordada con helechos, enredaderas y palmas que crecen con asombrosa facilidad y poca necesidad de cuido son hermosas en las fotografías, pero no cuando estas impiden un trazado vial funcional. Las planicies sembradas de arroz, tabaco, caña o café reflejan abundancia. Las torrenciales lluvias tropicales son emocionantes cuando se es niño y se juega bajo ellas o adolescente y, al resguardo de las mismas, se oye, preferiblemente bajo un techo de zinc, a toda la naturaleza desenfrenarse.

En el mes de octubre la mala gestión de las aguas causó estragos significativos en Guatemala, México y Paraguay. Unas semanas más tarde, en Santo Domingo, en tan solo tres horas cayeron 70 mililitros de agua en un espacio reducido. Todos estos acontecimientos han traído muertes, pérdidas económicas y, espero yo, sobre todo la conciencia de que las buenas vías de desagüe no son un requisito antojadizo de los ayuntamientos, sino, literalmente, algo que puede significar la vida de varias personas. Que la basura, además de fea y hedionda, puede constituirse en el obstáculo que paralice el trabajo de muchos y que se traduzca en el deterioro de numerosos automóviles. En resumen, que hacer las cosas “bien hechas” puede sonar anticuado y moralista, pero permite mucho mayor descanso y prosperidad.

 

En esa línea se inscriben los esfuerzos del Consejo para el Capitalismo Inclusivo, lanzado en el año 2020 y que, a través de las ya mucho más numerosas entidades que son parte de él, tuvieron una participación en la recién finalizada Cumbre del G 20 en Bali, Indonesia y en la reunión COP 27 que termina hoy en Egipto.

Y es que a la prosperidad le conviene una pirámide achatada de la distribución de la riqueza, en cuanto a que es menos oneroso vivir en condiciones donde todos estén “más o menos bien”, que tener que responder en asistencia de emergencia a fenómenos naturales que no tendrían que ser catastróficos.

 

Por ello, varias instituciones financieras apoyan una transición energética lo más justa posible.  Se estima que el BID financia el 60% de las ayudas climáticas de la región de América Latina. Dadas las lluvias antes citadas, es evidente que hay oportunidades para aumentar esos aportes desde este estamento u otro interesado que a la vez costearían mejores infraestructuras físicas y el trabajo de personas de diferentes niveles educativos para poner en práctica los programas desde los cuales se buscaría una incidencia positiva en el medio ambiente.

Salirse de los clichés y, además de sembrar poder vender y hacer llegar estos frutos a la población y, mejor aún, utilizar los desperdicios de su procesamiento para energía de biomasa que, entre todas las fuentes renovables, es la que mayor capital y rentabilidad social refleja, sería lo ideal.  Podemos usar los acontecimientos recientes como fuente de motivación e inspiración.