Desde marzo de 2020 en que –según Salud Pública- un turista italiano hospedado en un hotel del este implantó el SARS-CoV-2 que provoca la COVID-19, el país está en zozobra. Ya comienza enero de 2021 y la epidemia no cesa. Ha causado al menos 2,414 muertes, el turismo se ha resentido hasta las entrañas (87% respecto al año pasado), la economía ha sufrido un crecimiento negativo cercano al 7%, miles de empleados han sido cancelados, la vida en comunidad se ha alterado.

El coronavirus ha desnudado, de paso, la extrema invalidez de la sociedad dominicana en materia de cultura de prevención.

Desde el primer día, un segmento de la población –suficiente para multiplicar los contagios- ha desafiado los decretos y resoluciones que restringen la circulación y la aglomeración de personas y obligan al uso de mascarillas en espacios públicos.

Las reacciones son cada vez más virulentas y lucen incontrolables por parte de policías “mecha corta” que obvian sus propios protocolos para amansar a desafiantes violadores de las órdenes ejecutivas.

El discurso mediático de respuesta, oficial y privado, se ha agotado en derivar todas las culpas en la gente, a su juicio, mal educada porque no obedece las reglas pese a recibir la información sobre la peligrosidad del virus.

A simple vista, ¡fenomenal! Digno de coro. De hecho, la mayoría se monta en esa ola de corriente de opinión.

Pero el comportamiento exhibido por tales necios requiere una mirada menos populista, por el bien de las buenas intenciones de las autoridades. Nada de sencillo tiene.

Veamos:

La recepción de información nueva sobre salud no implica un cambio automático de actitud en el perceptor, si él está formateado en otra frecuencia y es huérfano de una conciencia que le permita discernir acerca de las buenas prácticas propuestas.

Tres ejemplos a la vista: el adicto al ron, al cigarrillo o a las drogas prohibidas; el practicante de sexo callejero y el chófer homicida en las carreteras.

El primero conoce los daños graves que esas sustancias provocan a su cerebro, hígado, riñones, estómago y garganta. Sabe que matan. Durante mucho tiempo ha recibido esa información.

El segundo está informado sobre los altos riesgos que representa para su salud la práctica sexual sin condón. Sabe que el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) y otras enfermedades de transmisión sexual podrían acabar con su vida.

El tercero sabe que los siniestros de tránsito son una epidemia en República Dominicana. Y que, cada año, por esa causa mueren tantos humanos como la cantidad de víctimas del covid-19.

Los tres, sin embargo, para seguir actuando así, se justifican en experiencias de personas que supuestamente se pasaron la vida en eso, pero murieron de vejez.

Sus posturas no son caprichosas ni innatas. Actúan guiados por la fuerza de la costumbre, las creencias, los valores, la cultura y por la ecualización del propio sistema socioeconómico en que viven.

Pasa lo mismo con la resistencia colectiva a las orientaciones para evitar enfermarse y morir a causa del virus de moda. La justificación de su testarudez va desde la incredulidad en el discurso oficial hasta el “me voy a morir comoquiera; pa un gustazo, un trancazo”.

A través de múltiples canales, el sistema ha enseñado a la gente a vivir en el caos, y, por tanto, el caos es su normalidad, su zona de confort.

Así que no deberíamos esperar de la noche a la mañana que las personas sean diligentes y se laven las manos con agua y jabón, o eviten saludar con besos, abrazos y agarres de manos. Mucho menos que usen los bozales que sólo veían en los noticieros de televisión tapando las bocas y narices de los cuadriculados japoneses y chinos. O que no se ahoguen en alcohol ni salgan a las calles, si las calles son sus patios y, vulnerables al fin, la publicidad sistemática les inocula los vicios como panacea de sus crisis.

Las conductas buenas exigidas se aprenden, sí, pero a través de un proceso largo, bien articulado, que comienza con el suministro de información de calidad y la voluntad de aprender, y pasa el tamiz de los valores, prenociones y creencias.

Y eso no lo ha hecho quien tiene que hacerlo: el Gobierno. Durante décadas, la improvisación le ha resultado más atractiva porque requiere de poco esfuerzo y riqueza del erario para unos cuantos.

Los gobiernos nuestros se han acostumbrado a esperar las enfermedades para gastar mucho dinero en su cura. Son  de operativos, de acciones coyunturales relámpago.

En ese contexto, la comunicación es reducida al rol accesorio de apagafuego, a gastos enormes en publicidad comercial estéril y al acomodamiento económico de supuestos influyentes que no influyen en los públicos de interés, ni en nadie.

El Gobierno, en tanto institución, debería embarcarse en cambiar su modelo comunicacional, funcionalista a la vieja usanza; por tanto, vertical, autoritario, cosificador de los públicos, muy caro e improductivo.

La frase de guerra de la campaña de Luis Abinader fue “Cambio”. La ha sostenido como presidente. La epidemia le brinda una oportunidad para la historia: cambiar el obsoleto paradigma que rige la comunicación gubernamental por otro más barato, pero integral, humanizante y a tono con la responsabilidad social del Gobierno.

Algo bueno deberíamos sacar de tanta pesadumbre.