Domingo en la tarde, suena mi teléfono y contesto la llamada de mi papá para entre muchos temas, preguntarme sobre qué pensaba yo escribir esta columna de hoy. La llamada es costumbre, de igual forma como espero que me escriba o me llame para que le comparta el enlace vía WhatsApp de sus artículos cuando publica; el viejo me da un seguimiento que valoro como un refuerzo de disciplina y compromiso conmigo misma o como una forma, para mí de manera muy especial, de encontrar inspiración.
Usualmente siempre me siento a escribir con un tema, con la primera oración y hasta el título pensado. A veces lo anoto, otras veces me la juego y pongo a prueba mi memoria, a pesar de que me ha fallado en innumerables ocasiones pero han sido más las que he pasado la prueba que las que la memoria me juega sucio. La gran cantidad de veces encuentro los temas en la cotidianidad, en mi oficio, en la gente, en el acontecer, las noticias y en redes sociales. Esta semana no fue la excepción.
El martes, en medio de una cena entre amigos, hablábamos del Gobierno y la difícil tarea que es gobernar y gobernar para nosotros, los dominicanos. Siempre he dicho que si yo fuera presidente, saldría cada dos dias a la escalinatas del Palacio por la Moisés García y con los brazos abiertos, al primer ciudadano que ande cruzando por ahí, le presto la silla, la banda y el cargo con todo lo que ello implica, con la condición, eso sí, de que cuente en su testimonio lo duro que es gobernar este país.
La propia naturaleza del ser humano apuesta siempre a querer más y a la ambición con angurria que nos dice que todo siempre, no importa cuándo, por bien que esté, podría estar mejor. Y ser presidente en un país con cultura política paternalista es tremendo desafío, porque la culpa de todo, siempre, será del gobierno. El que sea, no importa, esa es una condición que trae el cargo. Yo no aguantaría el cargo con su cuota de “la culpa es del Gobierno” ni dos días.
Le comento mis intenciones a mi papá, hablamos del tema y antes de cerrar la llamada me dice, “bueno, te dejo para que escribas y si encuentras un tema más sublime, de esos que tú siempre escribes, mucho mejor”.
La sutil sugerencia me hizo reír, porque la asumí con el mismo ánimo de papá protector que quiere evitarle a su muchachita, la más chiquita, aunque ya tenga 42, la incomodidad en que resulta siempre hablar de temas políticos o de gobierno. Cerré el teléfono y ahí estaba yo con la mente en blanco, con el tiempo encima y con el compromiso que me había puesto este hombre veterano de escribir sobre cualquier cosa bonita porque, según él, “tú siempre encuentras temas muy lindos”.
Y así, mi tema sublime puede ser el oficio de papá tierno que busca siempre, con sutileza y amor, cuidar a su muchachita. O bien puede ser la disciplina que requiere el oficio de escribir ganando el pulso a la inercia o a la salida fácil, que bien podría yo haber apagado la computadora y excusarme a mí misma con la falsa falta de inspiración, aún sabiendo en el fondo que aquello es una gran mentira.
Qué bueno es sentirse cuidada y protegida por sus seres queridos. Y aún mejor, saber que, aunque no tengo ni un tema sublime en concreto, que tampoco hablé de lo difícil que es gobernar, qué bueno es haberme desafiado a escribir y saber que cuento con el privilegio de que mis temas, sublimes o de gobierno, siempre encuentren el favor de aquellos que me leen.