«Para que el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada».
Edmund Burke
Desde hace un tiempo, la gente cercana me hace la misma pregunta: ¿Cómo estás? ¿Cómo te sientes con todo lo que está pasando? Y siempre escondo la verdad detrás de una sonrisa, pero hoy, he decido responder a todos los que quieren saber de verdad cómo estoy:
Todo me huele a miedo, y la tristeza es un absceso que mantiene mis lágrimas a flor de piel. Pero no lloro, porque no he aprendido a llorar. Ya no me queda lugar seguro. Antes, podía decir «mi casa», «mi trabajo», «en compañía de amigos dominicanos»; pero después de ver en las noticias cómo sacan a embarazadas de los hospitales, cómo separan a niños de sus padres, y después de escuchar comentarios de algunos amigos, ya no estoy tan seguro. Camino asustado por las calles. El caótico tum pum de mi pecho me impide disfrutar de mis paseos. Llevo en la espalda una sopa de sudor, fruto de la preocupación y el nerviosismo. Sin embargo, oigo a la gente alabar la brisa del invierno. Los turistas blancos caminan llevados por el viento, con una sonrisa que parece un sol de aurora, «¡qué hermoso el Caribe!», «¡qué hermosa la República Dominicana!», repiten como un estribillo de amor. ¡Cómo quisiera sentir y disfrutar de esa belleza! Este ocaso, por ejemplo, que se desliza tras aquel monte; este calor y simpatía del pueblo dominicano, pero entonces llega cualquier agente de policía.
—¿Americano?
—No, señor. Soy ayitiano.
—¡Sus documentos!
Mis manos temblorosas les dan motivos para pensar que escondo algo, pero no se dan cuenta de que son sus caras y sus armas y sus voces amenazadoras que me derrumban el ánimo y la seguridad. Rezo para que no me digan que mi documento es falso. Porque una vez que has tenido esa experiencia, el miedo se ha vuelto tu piel, tu respiración y tu ser.
Hubo un tiempo en que andaba con amigos dominicanos para que pudiera camuflarme, pero desde que mi gran amigo ha escrito «Más allá del mero amarillismo, esta situación devela un mecanismo de manipulación y chantaje que funciona en detrimento de la imagen dominicana en el mundo […] Cuando se habla de inmigración irregular, República Dominicana suele ser la victimaria y los haitianos las víctimas […] de inmediato se condiciona el prisma de la opresión y el victimismo […] También recoge testimonios sensacionalistas», ya no sé dónde estoy parado. No puedo sacarme de la cabeza la pregunta ¿qué hará o cómo actuará mi amigo si un día migración o la policía me detiene frente a él? Por mucho tiempo pensé que lo sabía, pero ya no. Mi amigo ha decido defender la «soberanía» de su país por encima de la dignidad humana. A mi amigo no lo juzgo, porque no sé qué es ser nacionalista, siempre me han enseñado a ser primero humano, y luego, todo lo demás. ¿Es tan fácil ser nacionalista y tan difícil ser humanista? Quisiera decir que tengo el corazón partido, pero no sé si esta imagen logre realmente transmitir cómo me siento. Además, ¿de qué sirve si, para mi amigo, esto que siento y escribo es un simple «testimonio sensacionalista»?
Voy por las calles con la cabeza girando como una veleta. El ruido de los motores me asusta, el grito de un niño me asusta, la carcajada de las prostitutas también. Siempre pienso que es un policía gritando que me detenga, que les muestre mis documentos, y luego esperar a que decidan si es falso u original. Hace tiempo que, antes de salir de mi casa, llevo conmigo mi pasaporte, mi carnet de plan de regularización, mi carnet de profesor, mi carnet de estudiante, mis libros publicados, los recibos de casa, de la luz… todo lo que pueda demostrar que soy un ayitiano legal, que paga impuestos como cualquier dominicano. En mis bolsillos traseros mis documentos parecen nalgas extras, pero a veces no es suficiente, porque en ocasiones todo depende del humor de quien te detiene. Y si es un ladrón, adiós documentos.
Llevo los huesos y las articulaciones de mi cuerpo entumecidos, porque salir se ha vuelto ansiedad. Ya llevo tiempo sin ver a mis amigos ayitianos, porque todos tememos que migración nos caiga encima y nos lleven a todos, y no quede ninguno de nosotros para buscar una solución. He perdido también la costumbre de caminar con mi madre, porque tengo miedo de que migración la detenga frente a mí y la deshonren, o la traten como un objeto, como a un animal. Entonces me matarían, porque yo no lo permitiría. A veces me dice «hijo, hace tanto que no damos juntos una caminata, acompáñame a la iglesia». Yo no puedo contestarle mirándola a los ojos. Tampoco quiero decirle la verdad sobre mi miedo. ¡Cuánto me parte el alma decirle que no y darle mil excusas! Lo que más duele es su mirada, en la que a veces leo «¡ay!, mi hijo ha perdido el orgullo de andar con su mai», ¡Ay madre!
Mientras escribo esta respuesta a los amigos que me preguntan cómo me siento en la República Dominicana, pienso en todos los dominicanos que tras leerla sonreirán y luego dirán: ¿Y por qué carajos sigues aquí si tan jodido te sientes? Entonces sonrío. Y al sonreír descubro que mi risa es una forma de llorar… ¡Menudo descubrimiento! Me dejo absorber por los libros para huir del dolor, de la tristeza. He construido un mundo de palabras y páginas dónde sentirme a salvo, pero no hay muros que me amparen de esta deshonra, de esta humillación, de este horror. Me levanto de la silla, suelto el teclado, y doy una vuelta en la habitación para no sucumbir bajo el peso de esta calamidad… Entonces pienso en Ana L. San Román: «los problemas de nuestro mundo no derivan solo de las acciones malas, de las decisiones mal tomadas, de la corrupción, la violencia, sino también, y en mayor medida, de la actitud contemplativa de este otro medio mundo que considera que los problemas de “los otros” no les conciernen», «Los silencios culpables», lo llama Martin Luther King.
¿Qué hemos hecho de la palabra «migrante»?, ¿qué hemos hecho del humanismo? ¿Qué hemos hecho del corazón? «¿En qué preciso momento se separó la vida de nosotros…? ¿En cuál de nuestra travesía se detuvo el amor para decirnos adiós?», hubiera dicho Jacques Viau. Y yo añado: ¿Y si por un momento te olvidas de la palabra migrante (en otro tiempo tan hermosa pero ya prostituida), y si por un momento ponemos nombre a esas mujeres, hombres y niños y descubrimos que se llaman como tu madre, tu esposo, tu hijo…? ¿Y si por un momento pensamos que luchan por lo mismo que tú: un techo digno, un bocado, vestirse, no morir en la ignominia, en la deshonra, sobrevivir el mal y la humillación? Es solo por un momento. Quitarte ese traje de juez, de nacionalista, de odio, de miedo al otro, y vestirte con su piel. Es tan solo un momento. Un abrir y cerrar de ojos. Hagámoslo juntos, ¿quieres?… ¿O acaso cuesta y duele tanto devenir humano por un momento? ¿Y cuánto cuesta?
Oigo decir a veces «¿por qué siempre escribes lo malo de la República Dominicana si siempre te tratamos bien?» Y yo me pregunto, ¿a quién tratan bien?, al escritor Jhak Valcourt o al ayitiano. ¿Acaso te has detenido a pensar que cada vez que tratas mal a un ayitiano es a mí a quien maltratas? Los que me tratan bien son los que tratan bien a mis compatriotas y velan por su dignidad.
Ahora que ya no me quedan más respuestas, caigo en la cuenta de que he contestado desde la herida, pero yo quiero hacerlo, aunque muchos dirán que me hago la víctima. Claro, ahora hablar de mis sentimientos es hacerme la víctima, denunciar es hacerme la víctima, desahogarme también. Pero si vaciarme de este pus es hacerme la víctima, déjame hacerlo con gusto, si de verdad te importa saber cómo me siento realmente.