En el momento en que escribo estas líneas se está votando para elegir quien dirigirá los destinos del país más influyente del mundo. Se elige entre dos personas totalmente diferentes en cuestiones fundamentales para la sociedad estadounidense. Entre una figura que en los EEUU encabeza ese vastísimo movimiento de masas profundamente enraizado en todo el mundo que del odio, la xenofobia y la fábula ha hecho su religión y otra que en lo personal ha sido, precisamente, víctima de esas actitudes. Entre un macho cerril/depredador y una mujer de una trayectoria de vida que es lo opuesto a la de ese macho. No son lo mismo, como por pura ceguera afirman algunos o por cinismo y mal disimulada hipocresía otros, que definitivamente prefieren a Trump.

El triunfo de este último significará un fortalecimiento de la internacional ultraderechista, integrada por una diversidad de gobiernos, fuerzas políticas e individualidades a nivel mundial. Trump, es figura señera en esa constelación de ultras. Son conocidas sus estrechas relaciones con Putin, uno de los principales financiadores de las actividades de esas fuerzas y juntos constituyen un enorme peligro para la estabilidad política de varios países y, más que eso, fortalecería las ancestrales tendencias ultranacionalistas en el vasto territorio ruso, taponadas, pero siempre vivas durante la ex Unión Soviética. Sobre esas tendencias y del control personal/grupal de la riqueza del país se ha erigido y sostiene su malhadado reinado.

El triunfo electoral de Trump es esperado por gente como Milei en Argentina, Urban en Hungría, el partido neonazi y antisemita de la Le Pen en Francia, el principal partido xenófobo de España, los secesionistas italianos, catalanes, belgas, nórdicos, del oeste alemán y de toda la ultraderecha mundial, incluyendo algunos grupúsculos e individualidades de nuestros país que medran en diversas esferas de la vida social y política, que del antihaitianismo y el conservadurismo cultural y religioso hacen profesión. De una persona sin escrúpulo en su vida personal, que destila odio visceral contra determinadas etnias y que con desparpajo expresa su desprecio hacia los latinos, no puede esperarse otra cosa que intolerancia e irresponsabilidad política.

Nada de eso se le puede enrostrar a la Harris. Eso no es cosa de poca monta, tiene una importancia capital en la lucha contra la internacional del odio, la xenofobia y el ultranacionalismo envilecedor. ¿Qué ella sería presidenta de un imperio y que gobernará con la lógica de este?, sin duda alguna. Por las circunstancias y por convicción personal no se va a alejar de la tradición de los gobiernos de esa potencia, mantendrá las alianzas tejidas por esta con las potencias europeas y defenderá los intereses norteamericanos por encima de todo. Tiene sus límites. Por eso no es igual a Trump, sin límites, este es propenso a anteponer sus intereses personales por encima de todo. Es lo que temen quienes estuvieron con él durante su gobierno, además de personalidades de alto nivel profesional, académico e intelectual.

Tiene relevancia que la máxima figura del gobierno norteamericano sea hija de inmigrantes de zonas pobres de dos países, que sea de una comunidad negra que tiene importantes segmentos con sólida presencia en el mundo del deporte, del espectáculo, del arte, del ejército, del poder en todas sus áreas y el mundo del pensamiento. De alguna manera, eso deberá tener algún impacto, tangibles y/o intangibles en la sociedad norteamericana y fuera de esta. Además, el hecho de ser la máxima figura en la jerarquía del poder político de un imperio no significa que sus opciones y sus circunstancias personales no jueguen algún papel de cierta relevancia durante su mandato. El poder, no importa circunstancia o dimensión, nunca es monolítico, la personalidad juega su papel.

De ganar Kamala, sus posibilidades de hacer grandes cambios son limitadas debido al estado de crispación y odio en que vive ese país, una sociedad dividida en dos, sumida en una profunda incertidumbre y que vive un equilibrio del que la tendencia hacia la tragedia por momentos parece inevitable. La fuerza del trumpismo radica en que cabalga en un movimiento de masas que no es coyuntural sino epocal, estructural, no limitado al ámbito de su país, sino que tiene dimensión mundial y este permanecerá, aunque Trump pierda. La ventaja de que así suceda es que se atenuarían los efectos devastadores de ese movimiento. Daría una suerte de tregua que, más que un respiro, permita la emergencia de alguna vía que permita superar la tragedia. A esto debería apostarse.

Una última puntualización, aparte de ceguera, el simplismo de que ambos son la misma cosa evidencia una lamentable incomprensión de la complejidad de la presente época, una banalización del análisis que más que límites manifiesta una suerte de pereza mental, un estar a gusto en zona de confort y no aventurarse a imaginarse el futuro con las ideas que nos sugiere el presente y zafarnos de supuestos que explicaban muy bien el pasado, pero irremediablemente inadecuadas para conocer la complejidad y perspectivas del presente.