Finalmente, contra todo pronóstico, Nicolás Maduro logró imponerse nueva vez en las elecciones en Venezuela. Me imagino en ese pueblo la sensación de rabia e impotencia después de haber acariciado la idea de superar pacíficamente el régimen.

Nosotros los dominicanos tenemos mucha experiencia en cómo se organizan procesos electorales en que el ganador está predeterminado. Las modalidades de fraude son muchas, y aquí las conocimos todas en la época de Balaguer. Pero sea como sea, hay una condición que siempre debe tener el que lo vaya a hacer: mucho apoyo popular. De no tenerlo difícilmente le resulte.

Por eso no está del todo demostrado que se haya cometido fraude en el proceso de cómputo y difusión de resultados. Al fin, los datos que divulga la oposición también son interesados, y fáciles de creer, al considerar la mala imagen de ese gobierno, alimentada también por poderes superiores mediante un bombardeo mediático en las semanas previas, made in USA, encaminado a mostrar la abrumadora ventaja de la oposición y la imposibilidad de que ganara Maduro si no era con fraude.

Ahora bien, fraude sí hubo. Además de que la emisión de los resultados fue la más sospechosa del mundo, el propio gobierno de Maduro se encargó de alimentar las sospechas al tener como presidente del órgano electoral a un Amoroso dirigente del chavismo, al impugnar la presencia de observadores externos, llegando incluso al colmo de devolver a mitad de camino varios expresidentes de América Latina, algunos incluso con cierta credibilidad, y de sacar del país otros que habían llegado. ¿Cuál era el miedo?

Segundo, la popularidad se compra utilizando el poder persuasivo del Estado mediante la publicidad y los programas de ayudas sociales. El chavismo debe conservar algo, gracias a los amplios programas de bienestar social que aplicó a inicios.

Tercero, el mayor fraude previo fue impedir la inscripción de María Corina Machado como candidata de consenso de la oposición, y después inhabilitar también a la otra Corina escogida en su sustitución, permitiendo al final, como a las tres son las vencidas, que inscribieran a una persona sin el mismo ímpetu. Usar el poder de coerción del Estado en contra de opositores es fraude, pues atenta contra la participación equitativa.

Cuarto, una porción muy elevada de los ciudadanos venezolanos está en el exterior y les pusieron en Pekín todos los trámites para viabilizar su derecho al voto, hasta el punto de que apenas el uno por ciento fue habilitado.

Podrá decirse que la votación entre la población que emigra no suele ser masiva, pero hay razones para pensar que ese no es el caso de los venezolanos, pues, a diferencia de los haitianos aquí o de los dominicanos en Estados Unidos o Europa, que salieron de un país más pobre en busca de mejores oportunidades de bienestar a uno más rico, los venezolanos emigrados salieron huyendo de un país más rico convertido abruptamente en pobre, hacia destinos también pobres. ¿Quién se habría imaginado tiempo atrás una emigración masiva de Venezuela a Colombia, Ecuador, Perú o la propia República Dominicana, cuando el flujo solía ser en sentido inverso? Es razonable pensar que esta gente estaría deseosa de ver un cambio de rumbo en su país, y serían fervorosos votantes de la oposición.

Quinto, también contribuye a las sospechas el hecho de que ya había antecedentes de impedir elecciones libres. Recordemos que en años pasados cada vez que un opositor sacaba la cabeza lo metían a la cárcel, impidiéndole presentarse. Pero el acto más escandaloso fue cuando Maduro vio que perdió las elecciones del 2015. Aunque estas no eran presidenciales sino legislativas, se dio cuenta de que corría un gran riesgo de perder las presidenciales que se avecinaban. Y que, de no llevarlas a cabo, el Parlamento electo tenía potestad constitucional para destituirlo y escoger un presidente interino.

Ante el temor de que ocurriera, desconoció a ese Parlamento y a esa Constitución y convocó a elecciones para escoger una Asamblea Constituyente sin que participara la oposición, lo mismo que hacer nuevas elecciones para él solo. Dado que el Parlamento legítimo siguió acogiéndose a la Constitución anterior, desconoció la nueva elección, declaró usurpador a Maduro, y nombró presidente interino a Juan Guaidó, que fue reconocido por muchísimos países dado que fue con la Constitución original.

Se pasó al hecho insólito de dos elecciones, dos constituciones, dos parlamentos y dos presidentes para un mismo país; Guaidó fue presidente de derecho, pero no de hecho, y terminó su período sin pena ni gloria, volviéndose al poder omnímodo de Maduro. Es decir, no hay tradición de elecciones democráticas, a pesar de que ahora se creó la sensación de que podría haberlas.

Y sexto, es muy difícil creer que un país que haya sufrido un colapso económico tan doloroso estaría dispuesto a mantener voluntariamente al gobierno al cual se asocia. Aunque los organismos internacionales dejaron de publicar estadísticas del PIB de Venezuela desde hace diez años, Ricardo Hausmann, uno de los más reputados economistas de ese país, afirmó en días pasados que el mismo se redujo un 80% desde el 2000, fenómeno no conocido excepto por sociedades devastadas por conflictos o bombardeos, como Sudán y Gaza.

De las calamidades a que ha sido sometido ese pueblo hay visibles evidencias, incluyendo crónica desnutrición de niños y adultos. Es cierto que ese país ha estado sometido a un brutal bloqueo por parte de Estados Unidos, pero no hay forma de determinar en qué medida el empobrecimiento fue resultado de las sanciones o de las malas políticas aplicadas. Recuerdo haber leído a inicios que Fidel Castro recomendó a Chávez que evitara cometer los mismos errores de Cuba. Si no lo hicieron pese a las advertencias hay que admitir lo torpes que fueron.

Pretender estatizar fincas agrícolas o supermercados en este tiempo es una brutalidad, cuando ya el resto del mundo recorre el camino inverso. La verdadera izquierda descubrió hace mucho tiempo, que la única forma probada y admitida que tiene el que quiera hacer cambios conducentes a mayor equidad social es a través de un pacto fiscal que obligue a los poderosos a aportar una parte notable de sus ingresos para proveer bienes y servicios públicos a los pobres. Eso fue lo que hicieron los países de Europa, principalmente los escandinavos, y construyeron sociedades más prósperas, equitativas y democráticas que los propios que habían realizado revoluciones socialistas. Ya nadie hace revoluciones ni distribuye bienestar expropiando riquezas.