No podemos cerrar los ojos: la explotación sexual comercial de menores es pan nuestro de cada día en República Dominicana. Sin embargo, esta grave realidad deja indiferente a una gran parte de nuestra población. Si la gente no se da cuenta de los alcances e implicaciones de esta práctica es porque, lamentablemente, forma parte de la normalización de una cierta descomposición social.
Casos como el de Rochy RD y la Demente permiten, por la “fama” de los inculpados, tomar el pulso, gracias a los medios de comunicación y las redes sociales, de los niveles de conciencia que priman en nuestra sociedad.
Más allá del hecho mismo que se le imputa al cantor urbano, resultan particularmente chocantes la mayor parte de los comentarios expresados a través de las redes sociales acompañados del hastag #freerochyrd, los cuales desvelan la ignorancia, prejuicios y machismo de los exponentes.
Las preocupaciones van en el sentido único del daño que se le hace a la carrera de Rochy, víctima de una adolescente que tiene muchas horas de vuelo y accede de “manera voluntaria” a ofrecer servicios sexuales. Todo esto justificaría una pronta liberación del cantante urbano.
Sin embargo, esta narrativa destruye a una menor que no tiene capacidad legal ni discernimiento. Transforma la víctima en culpable y al abusador en víctima.
Ninguno de los comentarios de los seguidores del artista toma en cuenta la dignidad y los derechos de los niños, niñas y adolescentes, el interés superior del niño y el hecho de que cualquier menor de edad, en cualquier situación en que se vea involucrado, debe estar protegido. Desgraciadamente los medios de comunicación se han hecho caja de resonancia de este triste hecho sin consideración por la edad de la víctima.
Muchos menores, entre el 40% de los que viven en la pobreza, no han tenido ningún proceso de educación o socialización que les permita, a su corta edad, tomar decisiones sobre su cuerpo en conocimiento de causa.
Numerosos niños y niñas arrastran desde su nacimiento múltiples desafíos no resueltos y sufren un fuerte impacto transgeneracional de miseria y abusos. Son víctimas de una cultura machista que ve a la mujer como un objeto y tolera no solamente el abuso intrafamiliar, sino que acepta también la “poligamia”, o sea, el “macho de hombre” que mantiene varias queridas. Esto último, en todas las clases y sectores sociales.
Esta cultura machista se nutre hoy en día de un bombardeo de canciones que denigran y desprecian a las mujeres, dan rienda suelta a la violencia y expresan a menudo una sexualidad desenfrenada que cala, siendo todas estas manifestaciones producto, sin lugar a duda, de la miseria económica, educativa y espiritual que conocemos.
Nadie se ha preguntado en qué el Estado -garante de la protección y del ejercicio de los derechos de los niños, niñas y adolescentes- la justicia, las escuelas, los medios de comunicación y la sociedad en su conjunto han fallado a la menor que ha sido víctima del escrutinio público.
La adolescente, como tantos de sus pares, es una desertora escolar, ha sufrido conflictos intrafamiliares, desatención infantil, abandono emocional, manejo de dinero sujeto a contratos emocionales y sexuales, consumo de drogas y se desenvuelve en zonas de peligro donde vive la mayoría de los habitantes de las principales ciudades de nuestro país.
Fue valiente y aleccionador el panel organizado la semana pasada en el programa A Contra Corriente, de Pamela Martínez, con la participación de Alba Rodríguez, directora de Save the ChildrenRD; Virginia Saiz, directora de Plan Internacional; Patricia Santana, abogada y docente; Sonia Hernández, directora de Misión Internacional de Justicia, para tratar de reencausar el debate y hacer oír la única voz que cuenta: la voz de los derechos de la niñez.
La promoción de nuevas leyes más adaptadas a nuestros tiempos no hace la unanimidad, sin embargo, son unas pequeñas conquistas que hay que celebrar.
De lo que se trata es de luchar contra la desinformación y cambiar mentalidades. Este cambio presupone luchar contra la pobreza y las desigualdades, desterrar una cultura de sumisión que arrastran las familias de generación en generación. Una cultura machista patriarcal que choca con los indiscutibles progresos del país en muchos ámbitos y afecta la cara que queremos ofrecer al mundo de estar regidos por un Estado moderno democrático, respetuoso de los derechos humanos.