El pasado jueves 26 de noviembre, el Banco Popular Dominicano nos convocó en el Gran Teatro del Cibao para celebrar sus seis décadas de existencia. Por eso, elegantemente ataviados para la ocasión, no nos amilanamos con la lluvia que amenazaba la tarde otoñal ni con los inconvenientes de una ciudad en plena transformación vial, en la que los pilares de monorrieles y teleféricos a medio construir nos acercan a la modernidad. Llegamos temprano y, después de que los diligentes «valet parking» y el numeroso personal de servicios que esperaban en una colosal y elegante carpa situada en la parte frontal, con vistas al monumento a los héroes de la Restauración, nos atendieran, disfrutamos de un variado menú de entrantes y exquisitos vinos durante dos horas. No hace falta decir que afloraron a borbotones las anécdotas y experiencias en torno a la trayectoria y el impacto en el desarrollo económico nacional de la prestigiosa institución anfitriona.
Esta fue la primera parte de un extraordinario programa con el que sus representantes agradecían a su ciudad de origen el respaldo ofrecido durante sesenta años, desde su fundación como primer banco de capital privado nacional y el más importante en la actualidad. El momento culminante de la celebración fue el extraordinario concierto programado en la Sala de la Restauración, decorada con majestuosas alfombras en su vestíbulo, con confortables asientos rojos y una acústica excepcional. Cabe destacar que las condiciones actuales de este gran teatro son inmejorables.
Más de mil santiagueros tuvimos el privilegio de asistir a un extraordinario concierto ofrecido por la Orquesta Sinfónica Nacional, integrada por casi un centenar de músicos, entre titulares e invitados, y dirigida magistralmente por José Antonio Molina. La obra escogida para la ocasión fue la Sinfonía n.º 5 en do sostenido menor, del compositor y director de orquesta alemán de origen eslavo y descendencia judía Gustav Mahler. La representación contó con una orquestación ampulosa propia de la música romántica, perfilada originalmente por Beethoven en su homónima, integrada por los siguientes instrumentos: Flautas, corno inglés, clarinetes, piccolo, oboes, fagotes, contrafagot, trompas, trompetas, trombones, tuba, timbales, percusión (bombo, platillos, campanas tubulares, timbales, bombo, platillos, triángulo), violas, violines, violonchelos, contrabajo y arpa.
Tuvimos el privilegio de asistir a una interpretación artística magnífica, simplemente perfecta. Desde los primeros arpegios, la sala se llenó de resonancias fabulosas que, aún sin una cultura musical profunda, recordaban a la mayoría las grandes realizaciones de bandas sonoras cinematográficas, especialmente a las de John Williams para La guerra de las galaxias y Tiburón, y a las de Ennio Morricone, especialmente las de la saga de Harry Potter. También se notaban las producciones animadas de Walt Disney, que afortunadamente recurrían al universo sonoro de compositores clásicos, empezando por Beethoven, pero también Hector Berlioz, Sebastián Bach, Antonín Dvořák, Gustav Holst, Pyotr Tchaikovsky, Claude Debussy, Richard Wagner, Richard Strauss y, evidentemente, Gustav Mahler, para dar vida a sus imaginarios traviesos y fantásticos.
Lo cierto es que esta extraordinaria Sinfonía n.º 5 nos sumergió en un rico universo plagado de entrañables notas y variaciones, necesariamente relacionado con la obra homónima de Beethoven, de quien Mahler fue un admirador y estudioso, pero también con figuras atrevidas y novedosas. Como principal autoridad musical de Viena, Gustav Mahler apoyó a varios talentos emergentes y dejó en ellos una profunda influencia, entre ellos Alban Berg, Arnold Schoenberg, Erich Wolfgang Korngold, Anton Webern y Max Steiner, así como muchos otros que lo consideran el padre espiritual de la música vanguardista dodecafónica.
La Sinfonía n.º 5 de Gustav Mahler está compuesta por una música estructurada y completamente programada para crear imágenes en el auditorio, con secuencias heroicas, pastoriles, suaves o caóticas, rápidas o lentas, que invitan a recrear escenas en la imaginación. Utiliza instrumentos de viento y madera para describir estampas idílicas y situaciones campestres bondadosas, mientras que otros instrumentos como cornos, trombones y percusión estallan en desenlaces épicos y espléndidos. Asimismo, las cuerdas vibran rápidamente, como moscas, provocando e incitando, actuando como villanas, pero también dilatándose en las notas largas, conmoviendo e invitando al sosiego y a la piedad. Precisamente esta posibilidad de canalizar situaciones y emociones mediante secuencias tonales intuidas por el público es lo que hace que este tipo de sinfonía resulte tan atractiva para los audiovisuales, para el cine.
Asistimos asombrados a un espectáculo dialógico, en el que los sonidos fueron organizados estéticamente con el propósito de involucrar emocionalmente a todos los participantes del drama sonoro: los instrumentistas, el director y el público. Cada virtuoso, con su instrumento, armonizaba con su propio coro y entablaba una conversación con los demás instrumentos, entrando en conflicto y encaminándose hacia desenlaces parciales y nuevos comienzos, bajo la mirada celosa del director. Las tres partes y sus cinco movimientos propusieron conversaciones pasivas y activas, siempre deslumbrantes.
El maestro José Antonio Molina logró intimar con el compositor y director Gustav Mahler, algo que se puso de manifiesto en la afinidad histriónica, en su facilidad para conducir nuestra Orquesta Sinfónica de la alegría a la tristeza, del sosiego al drama y a la furia, y de la perplejidad y el desconcierto a otros instantes. Lució inmenso en la fabulosa tarea de armonizar todas esas voces instrumentales, todos esos temperamentos, haciendo sutiles y sublimes las secuencias lentas hasta el dolor, hasta el silencio, y, con todo el histrionismo del genio, puntualizar, subrayar, acoplar y dinamitar al unísono, y hasta el paroxismo, cada una de las propuestas melódicas. Nos deleitamos viéndolo danzar, aferrado a su batuta, contagiando de vitalidad y sensibilidad a cada uno de los virtuosos, hasta ofrecernos un discurso perfectamente armonizado, bello, memorable y formidable.
Gracias a la familia Grullón, a los ejecutivos y al personal del Banco Popular Dominicano por escoger una forma tan extraordinaria de celebrar sus sesenta años, por regalarnos a los santiagueros estas entrañables memorias que sincronizan con belleza los sonidos y los silencios.