Hace unos días Flor, una mujer humilde, serena y trabajadora que me ayuda en casa, y es parte integral de mi hogar, cuando iba a un chequeo médico y caminaba por la calle El Conde II, del barrio La Virgen de la Victoria, fue asaltada por cuatro jóvenes en motores, uno de ellos armado. Le registraron todo el cuerpo, arrancándole una cadena y le quitaron el celular. Cuando se llevaban la cartera, les pidió, muy serenamente, que tomaran el efectivo y le dejaran los papeles que llevaba al médico; así lo hicieron.
Es el segundo atraco que le hacen y fue especialmente traumático, no solo por el evento en sí, sino porque ella, al igual que muchas otras personas en situaciones similares, decidió no denunciarlo. Ya que después de su primer asalto, la denuncia no produjo ningún resultado, a pesar de que, por haber ocurrido en una zona comercial, se habían instalado muchas cámaras de seguridad privadas. Así que optó por no perder su tiempo.
Me pregunto cuántas personas, como Flor, dejan de denunciar este tipo de hechos por la misma razón: una creciente desconfianza en lo público, en las instituciones encargadas de velar por nuestra seguridad.
El informe del Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo sobre la desconfianza en nuestra democracia refleja precisamente esta realidad. Las estadísticas oficiales pueden mostrar una imagen que no refleja lo que ocurre en las calles. Los asaltos y atracos que no se denuncian no figuran en las estadísticas, por lo que es imposible conocer el alcance real de la criminalidad que afecta a la ciudadanía. Lo mismo ocurre con los crímenes de cuello blanco. Por eso, siempre he sostenido que no basta con lamentarse ni confiar en promesas de que las cosas mejorarán. Es fundamental actuar, hacer cambios profundos que enfrenten las raíces del problema, porque lo más preocupante no es solo la delincuencia en sí, sino el trauma que deja en las víctimas y la sensación de impotencia que genera.
Este evento personal me llevó a indagar más profundamente sobre las fallas en la seguridad pública en nuestro país y cómo están relacionadas con otros factores socioeconómicos, principalmente la educación. En nuestra sociedad, la deserción escolar es un problema crítico, especialmente entre los jóvenes. Según las estadísticas que he consultado, la tasa de deserción escolar es del 5.7% entre los varones y del 4.7% entre las mujeres. Esta brecha se amplía aún más en las zonas urbanas, donde los varones tienen una tasa de deserción más alta. Estas cifras son alarmantes y, aunque he recurrido a fuentes accesibles como Google, es posible que algunas de estas estadísticas tengan imprecisiones. Aun así, la magnitud del problema es evidente: muchos jóvenes, al abandonar la escuela, se ven atrapados en un círculo vicioso de desempleo y pobreza.
En 2022, se estimaba que había alrededor de 850,000 jóvenes desempleados en el país. Estos son los llamados “NINI”, jóvenes que ni estudian ni trabajan. Ellos son las principales víctimas de sectores criminales que aprovechan su desesperación y falta de oportunidades, involucrándolos en actividades ilícitas que los exponen a la violencia. Nuestra posición geográfica convierte a la República Dominicana en un punto clave para el tráfico de drogas, y el hecho de que los pagos por estos servicios muchas veces no se hagan en efectivo, sino en especie, genera un mercado interno de drogas que agrava aún más la situación.
La seguridad pública en la República Dominicana enfrenta múltiples desafíos. Si bien las cifras de homicidios pueden parecer modestas en comparación con otras naciones de la región, la percepción de inseguridad entre la población dominicana sigue siendo alta. Aunque estamos lejos de países como Jamaica o Trinidad y Tobago, donde las tasas de homicidio son significativamente más altas, la sensación de inseguridad que vive la ciudadanía no se puede ignorar. Esta percepción se ve exacerbada por los medios de comunicación que, en muchos casos, en lugar de educar o informar de manera responsable, alarman y amplifican el miedo.
El problema estructural de la inseguridad pública está profundamente arraigado en las desigualdades económicas y sociales que aún prevalecen en el país. A pesar de un crecimiento económico admirable de más del 5% anual en la última década, las riquezas siguen concentrándose en manos de una pequeña élite. Se estima que el 90% de los ingresos del país están en manos del 10% de la población, y dentro de este grupo, un 2% acapara la mayoría de los ingresos. Esta disparidad económica es un factor clave que impulsa la inseguridad y la falta de oportunidades para muchos dominicanos.
La solución a este problema pasa por una reforma profunda de nuestro sistema de seguridad pública, acompañada de esfuerzos para reducir las desigualdades económicas y acumular capital social en salud y educación. Debemos encontrar formas de insertar a estos jóvenes en el mercado laboral, ayudándolos a desarrollar habilidades que les permitan un desarrollo social, económico y político.
La experiencia de Flor me deja una lección que no quiero olvidar: en la República Dominicana, no solo necesitamos cambios institucionales, sino también un cambio en nuestra actitud como sociedad. Los ciudadanos, el sector privado y las organizaciones civiles tienen que asumir su parte de responsabilidad. Debemos armarnos de valor y manejar estas situaciones con serenidad, tal como lo hizo Flor, que en medio del asalto tuvo la entereza de pedirle a los delincuentes que le dejaran los papeles que necesitaba para su cita médica. En situaciones como esa, una palabra mal dicha o un movimiento en falso podría haberle costado la vida, como ya ha ocurrido con muchas otras víctimas de la violencia.
La desconfianza en las instituciones públicas es un problema real y urgente que no podemos ignorar. La policía, las empresas con cámaras de seguridad, y todos aquellos que tienen la capacidad de actuar ante situaciones delictivas deben asumir su responsabilidad. No podemos permitir que la sensación de inseguridad y la falta de respuestas continúen marcando nuestra realidad. Necesitamos un esfuerzo colectivo para transformar no solo nuestras instituciones, sino también la conciencia ciudadana.
La pelea es difícil, pero necesaria. Como sociedad, no podemos rendirnos.