Publiqué este texto en el matutino Listín Diario a mediados de los años noventa. He querido reproducirlo ahora en ocasión del centenario de la muerte de Franz Kafka, acaecida en julio de 1924.
Cuando llegué por primera vez a Praga, en el otoño feliz del año 1987, sucumbí al asombro y al encanto. Fue mi primer encuentro con un medio que desconocía y del cual sólo sabía por lo que había leído en mi país. De inmediato entré en contacto con la cultura checoslovaca, cuya larga y rica tradición la convierte en una de las más vitales de Europa Central. Pero también me encontré con una sociedad y una cultura cerradas por un Estado totalitario que las mantenía aisladas del resto de Europa y del mundo.
Desde el primer momento de mi llegada muchas cosas me asombraron, y siguieron asombrándome a medida que transcurría mi estancia de estudios. Una de ellas no dejaba de intrigarme: la ausencia literaria de Franz Kafka en la Praga y la Checoslovaquia de entonces.
La historia de la presencia de Kafka en Bohemia es una historia accidentada, llena de idas y venidas, de exilios y retornos, de prohibiciones y rehabilitaciones. Como la de muchos otros escritores de su siglo, la obra de Kafka también fue víctima de las turbulencias de la historia y la estulticia totalitaria. Con la ayuda de amigos becarios traté de rastrear su presencia en la memoria histórica y física de Praga. Llegué a saber entonces que había un antes y un después.
Antes
Kafka está enterrado en el nuevo cementerio judío del barrio praguense de Žižkov. En el curso de mis años en la ciudad, solo o en compañía de alguna novia o de viejos amigos, visité varias veces su tumba. Recuerdo haberla visitado con Miguel Mena y Ariosto Sosa, él cámara en mano y yo vestido de largo gabán negro como personaje para un corto suyo. Era una tumba sencilla, corriente, entre tantas otras tumbas de judíos fallecidos a principios de siglo veinte: una lápida con los nombres y las fechas de nacimiento y muerte de Kafka y de sus padres Hermann y Julie, y debajo de cada uno inscripciones en hebreo. Junto a la lápida crecían helechos, en los bordes o debajo de ella y alrededor de la tumba había piedras de diverso tamaño colocadas en orden. Los cristianos colocamos flores sobre las tumbas de nuestros muertos. Los judíos recuerdan a los suyos con piedrecitas.
“En Praga, Kafka no existe”, le dijo hace años un disidente checo al periodista español Manuel Vicent. Era cierto: allí, Kafka prácticamente no existía; era un fantasma conjurado, un triste y cansado praguense que se había ido a recorrer el mundo porque en su ciudad natal no se le nombraba ni reconocía.
Procuré indagar todos los lugares públicos de Praga donde figuraba su nombre. Puedo decir que no eran muchos: apenas tres. Pasaba casi a diario por su casa natal, en el antiguo barrio judío, situada en una esquina que da a la Plaza de la Ciudad Vieja. Allí había un pequeño busto. La casa, que es hoy un edifico comercial, queda a pocos metros de la Facultad de Filosofía de la Universidad Carolina, y es camino obligado de los estudiantes para atravesar la plaza y llegar hasta la hermosa calle Celetná, donde se imparten lecciones y cátedras.
Visité también otra casa donde vivió: la número 22 del Callejón de Oro, en el Castillo de Praga. Es una casita, baja y diminuta, parece salida de un cuento de duendes. Una pequeña placa alargada dice en lengua checa:” Aquí vivió Franz Kafka”.
A la entrada misma del nuevo cementerio judío hay un letrero que señala la dirección y el lugar exacto de su tumba. Allí se lee:
Dr. Franz Kafka 21.14.33
Esa era toda la memoria que guardaba la ciudad del gran escritor: dos placas en casas donde habitó y un letrero que indicaba su tumba. Nada más. Era una memoria sobria y exigua. Pero lo que más me intrigaba era el hecho de que sus obras no se difundían ni aparecían en las librerías.
Había visitado otras ciudades europeas en donde se recuerda con respeto y admiración a sus grandes creadores, a los que se les tributa permanente homenaje. En Salzburgo, por ejemplo, todo es Mozart; en Florencia, todo es Dante; en Praga, sin embargo, Kafka no existía. Y yo, un simple estudiante de doctorado en Bohemia, reclamaba para Kafka la presencia legítima de que otros gozaban en sus ciudades natales. Pero el Estado tiene razones que la razón ignora. Y las razones del Estado totalitario son siempre ajenas a las del espíritu libre.
Andando el tiempo fui descubriendo que los motivos de la ausencia literaria de Kafka eran varios y que iban desde el origen del escritor y el idioma en que está escrita su obra, hasta su “contenido ideológico”, sin olvidar la supuesta “dificultad” para entender su literatura.
El régimen comunista veía con reticencia a Kafka porque el “pesimismo existencial de su obra socavaba el optimismo revolucionario necesario para la clase obrera, el pueblo trabajador y la construcción del socialismo”. No era conveniente leer ni divulgar la obra de Kafka. Esta, creo, era la razón suprema de su escasa y tímida difusión.
Kafka fue largamente ignorado en Checoslovaquia durante la era estalinista. Debo aclarar: no estaba oficialmente prohibido, pero tampoco se le difundía como gran escritor checo en lengua alemana. Se prohibía a Kundera y no se reeditaba a Kafka. Sus libros no aparecían en las librerías praguenses, aunque sí se podían conseguir en las bibliotecas estatales. Tampoco figuraba en las antologías de escritores checos contemporáneos, pues su obra “no había sido escrita en checo, sino en otro idioma, el alemán”. Era el gran ausente.