Lucha contra la corrupción. La corrupción es una de las más odiosas y visibles fuentes de injusticia social; su combate es vital para la agenda de izquierda, pues la corrupción mina la confianza en las instituciones e impide la creación de Estados fuertes y eficaces, lo que dificulta la aplicación de políticas redistributivas.
Aunque la corrupción es injusta contra el ciudadano, legalmente censurable y moralmente inadmisible, al menos no tendría que conllevar cargo de conciencia para aquellos que privilegian lo privado sobre lo público, pero es un vil engaño y merece un castigo doblemente mayor cuando el ejecutor vive sosteniendo que privilegia el interés colectivo sobre el individual, porque además es un farsante.
En adición, la corrupción sustrae recursos de los llamados a atender las necesidades ciudadanas. Es más, en la República Dominicana, por ejemplo, el propio requerimiento fiscal no sería tan grande de no haber habido tanta corrupción antes, pues sin esa corrupción acumulada el país tendría más y mejor infraestructura, no existiría la deuda cuasifiscal, ni el déficit eléctrico, no tendríamos un Congreso tan costoso porque estaría formado por un grupo reducido de legisladores, solo empeñados en hacer bien su trabajo, sin barrilito ni cofrecito ni exoneraciones. Y algo parecido se puede decir del aparato burocrático del Estado.
Pero no solo eso, sino que corrupción y debilidad del Estado se refuerzan mutuamente, debido a que, si la población no confía en las instituciones, entonces no las apoya ni muestra mayor disposición a pagar impuestos, lo que limita al Estado en la aplicación de las leyes y el castigo a los corruptos.
Descentralización. Llamamos descentralización a la forma como se distribuye el poder económico, político y de provisión de bienes públicos entre los distintos gobiernos de un país, nacional, intermedios y municipales.
Aunque el grado de centralización o descentralización del Estado que se escoja no es intrínsecamente propio de la discusión ideológica, no hay manera de exagerar lo positivo que es un Estado más descentralizado para construir sociedades más justas. Cuando el poder está muy concentrado en un solo centro de decisiones, la posibilidad de que se cometan injusticias contra los que tienen menos voz, y favorables a las élites de las grandes ciudades, se agiganta. Usualmente se presentan grandes desequilibrios en la infraestructura pública y el acceso a los bienes y servicios.
Descentralizar es transferir capacidad de autogobierno a las comunidades. Persigue una mayor racionalidad en el uso de los recursos públicos (los encargados de asignarlos conocen más de cerca las necesidades), más pulcritud en su uso (están más vigilados), más justicia social (están en mejor condición de identificar las necesidades y los necesitados) y un ejercicio más pleno de la democracia al viabilizar una mayor participación de la población en la gestión de sus asuntos.
La derecha tiende a ser centralista, y mucho más cuando son gobiernos dictatoriales o autocráticos. Pero la evidencia internacional sugiere que cuando el poder se descentraliza, los ciudadanos se sienten más empoderados, y dado que se encuentran más cerca de los gobiernos que administran los impuestos que pagan, están más dispuestos a participar en las decisiones, monitorear su uso y exigir rendición de cuentas.
Fiscalidad. Las reformas sociales por las que postula la izquierda tienen un costo, y hay que pagarlo, incluyendo el de la seguridad social. Nada de esto es gratis y requiere sistemas tributarios suficientes. Pero la narrativa impuesta por la derecha, empeñada siempre en debilitar el Estado, ha inculcado en los ciudadanos la idea de que los impuestos son su enemigo, cuando en realidad son el medio para encontrar remedio a la postración de los más desposeídos.
Lo correcto es que el financiamiento fiscal descanse siempre en tributos progresivos, que carguen principalmente a los ricos, pero es imposible constituir sistemas tributarios sin que una parte afecte a las clases media y baja, lo cual no es muy relevante, porque el verdadero instrumento redistributivo del Estado no son los impuestos, sino la forma como se gasta el dinero.
De ahí que se deba cobrar más impuestos y gastarlos bien en favor de los pobres. Siempre habrá forma para corregir cualquier injusticia del sistema impositivo por vía de la progresividad de los programas de bienes y servicios públicos en favor de la población pobre.
La narrativa anti Estado mantiene chantajeados a los movimientos de izquierda, hasta el punto de que muchos sienten el temor de hablar de impuestos. A la izquierda se le hará difícil acceder al poder y aplicar políticas progresistas mientras siga cediendo al chantaje de la derecha sobre el Estado.
Hay que llamar al pan pan y al vino vino, sin temor a explicar a los ciudadanos las cosas como son. Esto es particularmente importante en América Latina, región que requiere superar la ancestral desigualdad, para lo cual se necesita un nuevo pacto social que redefina las relaciones entre las élites y los pueblos, y entre el Estado y la ciudadanía.
El camino es tortuoso, teniendo en cuenta que ello tiene que conseguirse utilizando los medios de la democracia, y que las élites económicas regionales están habituadas a imponer siempre su poder, por las buenas o por las malas. Y que son los más fuertes los que han definido las reglas del juego que pretenden ser aplicadas a todos, y que refuerzan la disparidad.