Nuestra salud se encuentra enmarañada en un sistema que defino como complejo y “altamente sofisticado” en el cual prima el negocio; en un alto porcentaje, sumamente lucrativo para determinados sectores; como ineficiente y corrompido en gran parte de otro sector. Hipócrates, debe estar en llanto permanente en su tumba milenaria.
Alrededor de nuestra salud se ha ido construyendo ese sistema de negocio y servicio tanto en el ámbito público como el privado. El Ministerio de Salud Pública, el Consejo Nacional de Salud, la Tesorería de la Seguridad Social y el Seguro Nacional de Salud, rigen en el sistema público.
El sector privado, más simple en apariencia, las Administradoras de Riesgos de Salud, las llamadas ARS; los proveedores de servicios privados de salud (personal médico y de enfermería, terapeutas, farmacéuticos, además de los centros de salud, laboratorios, etc.).
A todo esto, se suman otros actores que también juegan su rol en nuestra salud física, mental y hasta espiritual, entre ellos incluyo todo el negocio en torno a alimentos, las grandes empresas farmacéuticas nacionales e internacionales de productos naturales y otros; los fitness y lo que se mueve a su alrededor, y un largo etcétera.
Un servicio de salud, con mucho auge en los últimos años y de alguna manera vinculado a la cultura del fitness, pero no solamente, es que crece en torno al “dolor físico”. La periodista Altagracia Ortiz Gómez publicó un libro en el 2022 con un nombre peculiar: “El comercio del dolor. Los pacientes se convirtieron en clientes”, a propósito.
El connotado médico forense Dr. Sergio Sarita Valdez, en la contraportada del libro, señala que su lectura “quita el velo y se descubre el estado de podredumbre ética, moral y social de las atenciones médica vigentes en el país, especialmente para la mayoría de segmentos más vulnerables de la sociedad: la niñez, la mujer embarazada y las personas envejecientes”.
Los estilos de vida y comportamientos desarrollados en las últimas décadas de nuestras vidas, que responden a un modelo económico centrado en el consumo irracional e irresponsable y que no pone reparos en el equilibrio ecológico fundamental de nuestro planeta, nos conduce por el camino del agotamiento físico y mental.
Toda nuestra vida ha sido patologizada para desarrollar y justificar muchos de estos negocios. Una alimentación, desde temprana edad, cargada de azúcares, sodio y exceso de grasas, ha traído como consecuencias impactos importantes en el desarrollo, en el sistema inmunológico, obesidad y muchos otros riesgos a la vida.
En su informe Estado Mundial de la Infancia 2019: Niños, alimentos y nutrición, UNICEF revela que “al menos uno de cada tres niños menores de cinco años – o más de 200 millones- está desnutrido o sufre sobrepeso. Casi 2 de cada 3 entre los seis meses y los dos años no reciben alimentos que potencien su crecimiento corporal y cerebral”.
Las consecuencias son evidentes, pues como dice el mismo informe: “puede perjudicar su desarrollo cerebral, interferir con su aprendizaje, debilitar su sistema inmunológico y aumentar el riesgo de infección y, en muchos casos, de muerte”. Qué rosario de cosas nos trae tal estilo de vida.
Según la Organización Mundial de la Salud, para el 2021, uno de cada siete jóvenes de 10 a 19 años en el mundo padece de algún trastorno mental. Depresión, ansiedad y trastornos de comportamiento están entre las principales causas de enfermedad y discapacidad entre los adolescentes. El suicidio, la cuarta causa de muerte en jóvenes de 15 a 29 años, cuando apenas empieza la vida.
Mientras, más que eficientizar los servicios públicos de salud la política se concentra en alentar implícita o explícitamente, el enorme negocio que en torno a ella se ha ido construyendo a nivel nacional e internacional, el cual genera miles de millones de dólares sin que asome un dejo siquiera de humanidad ni vergüenza.
Todo un conjunto de políticas públicas, tanto en el ámbito de la salud como de la educación, responden más a esta lógica del negocio que a los verdaderos fines de cuidar y alentar una niñez y juventud sana, como condición fundamental para el desarrollo económico, social y cultural futuro de nuestro país.
El sistema no está diseñado para el desarrollo sano y el bienestar físico y mental, sino más bien, para “procurar sanar” a los que enfermen por todas las razones antes mencionadas. La salud, como condición necesaria no es el tema; la enfermedad, su diagnóstico y atención, sí lo es.
¿Es la formación médica consecuencia o parte consustancial de este problema? Más que centrada en el conocimiento sistémico del cuerpo para la conservación de la salud y buen funcionamiento del cuerpo y la mente, en el arte de prevenir la enfermedad o en la generación de estilos de vida saludables, se concentra en el diagnóstico basado en la descripción y análisis de síntomas, para las ya preconcebidas indicaciones farmacéuticas o de determinadas intervenciones.
¿Cuántos miles de millones de dólares invierten las grandes empresas farmacéuticas para organizar eventos nacionales e internacionales a los facultativos de la medicina, que sirven para ir promoviendo los nuevos productos farmacéuticos como cosas milagrosas ante la precaria salud inducida desde la niñez?
La pandemia por el coronavirus y su consecuencia, la COVID-19, según me reveló un apreciado amigo profesional de la salud, hizo millonario a muchos colegas, pero mucho más a los laboratorios y a toda la estructura de negocio del llamado sistema nacional de salud. Los laboratorios “hicieron su agosto”, como dice el dicho.
Los gremios de profesionales de la salud extrañamente guardan silencio sobre este tema. Los centros de formación siguen su rutina perenne de formar profesionales para ese sistema de ¿salud o enfermedad? Es la lógica, ¿no? El fomento de la vida saludable y la prevención parece cosa de quimeras y muy lejos de las políticas públicas.
Muchos amigos del mundo de la bioética, del cual soy parte, vemos esa realidad compleja, acudiendo de nuevo a los valores, principios y propósitos del quehacer de los profesionales de la salud, y como aradores del desierto, seguir proclamando a los cuatro vientos, pese a la sequedad de la conciencia de muchos, que la vida es principio y fin, y no, un mero medio para hacer negocio.