“He aquí mi secreto, que no puede ser más simple, solo se puede ver bien con el corazón, lo esencial es invisible para los ojos”. (Antoine De Saint-Exupery: El Principito).
Nacemos, desde ese instante, en un canje simultáneo, se apoderan de nuestra propia naturaleza: miedo, incertidumbre y esperanza. Concomitantemente, transcurre en nuestra génesis binaria: necesidad, deseo y oportunidad. Corren y galopan en un paralelismo vital de nuestra existencia, que es al mismo tiempo, evolución y transformación.
La necesidad cobra sentido en ese salto histórico de la objetividad y la subjetividad, en ese tren de la inmediatez para lo corpóreo del presente. Nos ayudó a buscar y protegernos. La necesidad se abrazó al miedo al no poder domeñar nada de la naturaleza. La naturaleza era así, dueña de nuestra consciencia, que no existía. El cuerpo lo era todo con su instinto, que “producía” la antena de la protección para sobrevivir en el reino de los animales vivos, en el que nos configuramos como uno más.
La necesidad, intrínseca y posteriormente relativa, nos hizo cambiar el mundo. Un mundo complejo, donde la necesidad no desaparece porque forma parte de nuestra cohorte, empero, con el grado de desarrollo de las fuerzas productivas y el advenimiento de la modernidad, con el dominio de la ciencia y la ruptura de 400 años del teocratismo, esta se apuntaló para descubrirnos y develarnos como lo que somos, una mezcla de necesidad, deseo y oportunidad, piedras angulares permanentes de la transformación continua.
El deseo no es más que una mutación, una metamorfosis de la necesidad, ambas se anidan en la naturaleza, en la que cohabitan como si la historia y prehistoria conformaran un mismo cubierto. Síntesis de la búsqueda de la perfección humana. Dialéctica sin bifurcación, sino expresión viva de la evolución del órgano más complejo del cuerpo humano: el cerebro. Redescubrimos cada día a través de la neurobiología, la neurobioquímica, la neuroquímica y todo lo que atañe al sistema nervioso, nos lleva a entender el sentido dinamo del deseo.
El deseo es la subjetividad y relatividad del alcance del ser humano para poder salir de su zona de confort. El deseo es la reflexividad, es el pensar el aquí, en el presente, oteando el porvenir. El deseo en el encuentro de la oportunidad marca la acción y con ello la transformación. Esboza el deseo, el sueño y la visión al mismo tiempo. El deseo es la creatividad, es la innovación, es la creación mental en el presente de lo que auguramos en el futuro. Es el adelanto de lo que queremos mañana, en un espacio del tiempo y del contexto fraguado en nuestra mente. Como decía Stephen Covey “a la creación física, precede la creación mental”.
¿En cuántos sentidos habita o se incuba la necesidad? ¿En cuántos el deseo? ¿La necesidad y el deseo crean la oportunidad? ¿El encuentro de la necesidad o el deseo, con la oportunidad, gravitan enormemente para la transformación y evolución de la naturaleza humana? ¿Que, finalmente, nos hace humano? Necesidad y deseo no se yuxtaponen. Se alinean como eje del salto dialéctico que se acuñaría en los once sistemas del cuerpo humano. La necesidad trae consigo movimiento, acción, decisión. Acusa un presente, un aquí y un ahora.
La vida, a veces, en peligro. El deseo es cuasi una construcción social, aun sea en el pensamiento. Obra en la reflexividad combinando el hoy en el mañana, el mañana en el hoy. El deseo, la marca, la ventaja distintiva, el marco diferencial entre el reino animal vivo: nosotros y ellos. La revolución se produce cuando la oportunidad se asoma, se crea, se diseña, se construye. Cuando es necesidad y oportunidad se da el cambio. Cuando es deseo y oportunidad hay una revolución.
La oportunidad se crea, empero, a veces es contingencia. Constituye a menudo ese cisne negro de que nos hablara Nassim Taleb, como metáfora para explicar sucesos sorpresivos. La oportunidad, como la suerte, en tanto categoría de la historia, nos empuja como encrucijada de un laberinto que nos permite dominar todo el futuro. Somos, eso sí, los animales más poderosos. Tenemos demasiado poder y, como nos dice Yuval Noah Harari en su libro Imparables “Esto es mucho poder, y se puede usar bien o mal. Para ser un humano, debes entender el poder que tienes y lo que puedes hacer con él”.
Entre la necesidad y el deseo no hay un abismo, pero sí una dimensión cualitativa. La primera puede encontrarse en el umbral de la naturaleza animal, el segundo puede ser la razón humana trascendida en la reflexividad y la construcción. El espacio de la cultura como sistematización del aprendizaje y forja de la evolución permanente. La necesidad y el deseo es como el agua en una roca.
Ese deseo, que es necesidad (material e inmaterial), objetivo o subjetivo, se transforma aunándose en ello lo individual y lo colectivo, para que el ser humano en su naturaleza gregaria- solidaria dinamice la vida social, las relaciones sociales y coadyuve a una mejor interrelación social. ¡Hoy, en medio de la incertidumbre más espantosa, somos más humanos que ayer y vivimos mejor que cualquier pasado!
Lo que nos abate como humanos es el contraste creado: la exponencial exposición a la incertidumbre, que, combinada con el miedo, desdibuja y estropea a la esperanza. Esa incertidumbre acelera en la subjetividad humana, el tiempo. Es como dice Byung Chul Han en su libro Capitalismo y Pulsión de Muerte “Todo corre a prisa: No toda forma temporal se puede acelerar. Sería un sacrilegio pretender acelerar un acto ritual. Los rituales y las ceremonias tienen su tiempo específico, su propio ritmo y su propio compás”.
El deseo nos marca el ritmo y la temporalidad del tiempo y del espacio. Creamos, en gran medida, la oportunidad. La necesidad nos hizo humanos y hoy nos reduce, nos anula la reflexividad de la vida necesaria, que es el deseo de la vida contemplativa para poder activar la verdadera transformación humana. El miedo y la incertidumbre, redimensionada por el COVID-19, la guerra de Rusia-Ucrania y la emergencia de un nuevo orden mundial (la geopolítica y su reconfiguración), nos dejan perplejos y en gran medida, es resultado de lo que nos atenaza el alma.
De nuevo el filósofo Byung-Chul Han, pero esta vez en su libro Vida Contemplativa, nos dice “En un plano más profundo, esta crisis apunta a que estamos perdiendo cada vez más la capacidad contemplativa. La creciente obligación de producir y consumir dificulta la pausa contemplativa”. Redimensionado así la necesidad por encima del deseo y el encuentro con la oportunidad, para dejarnos sin aliento ni oxígeno para una vida más razonada. Tenemos que renovar nuestra democracia. Diseñar una agenda mínima de reformas estructurales.
Construir una democracia más eficiente, más eficaz, con más calidad, que exprese una dimensión más inclusiva, razón para la verdadera satisfacción de los ciudadanos. Tenemos que crear un horizonte posible, que como decía Andrei Tarkovski “Cuando se sigue esperando una respuesta es que sigue existiendo una esperanza”. Anhelo la esperanza de que construyamos una mejor democracia, más inclusiva, más institucional y con mayor cohesión social.