Estamos de lleno en las festividades navideñas. Aguinaldos, compartir, fiestas, bailables son el pan nuestro de cada día. No obstante, no podemos olvidar que, en esta temporada, bajo todas las latitudes, habrá varios tipos de Navidades en función de las guerras que sacuden el mundo y de las desigualdades imperantes en cada país.

Unas Navidades serán con derroches, otras más comedidas. También habrá Navidades sin. Sin dinero, sin comida suficiente, sin cobijo. Habrá Navidades para documentados y otra para indocumentados, sin miedo y con miedo a la camiona, a las deportaciones o a las bombas; habrá Navidades llenas de fe en el porvenir y otras sin muchas esperanzas a la vista.

Estas Navidades “sin”, en nuestro país las pasan miles de personas en situación de pobreza casi invisible, pero al alcance de la mano de cada uno de nosotros debido a los múltiples canales soterrados que hacen de nosotros la “sociedad dominicana”. Si bien la miseria se hace más cruel en la línea fronteriza y algunas provincias, está también muy enquistada en los barrios marginados de la capital y de las demás ciudades.

Esta realidad se ha comprobado con las filas que hicieron miles de personas, en varios sectores, para asegurarse conseguir los bonos navideños, creando alborotos para conseguir estos trofeos de un valor de 1500 pesos, supuestamente focalizados y destinados a los portadores de cédulas. Sin embargo, corre la voz que por medio de comisiones los colmaderos hacen milagros para las personas indocumentadas o las que ya usaron sus cédulas una vez.

Sé de una infeliz madre de 3 hijos pequeños, que vende su cuerpo por comida y asegura la leche de su chiquita de diciembre a final de mayo gracias a una ingeniosa repartición de bonos navideños.

En los callejones de la Zurza, inhóspitos y peligrosos, donde los tigres fuman marijuana en las esquinas desde la mañana, la miseria es cruda e impactante; sin embargo, en medio de las condiciones más adversas, florecen manifestaciones de solidaridad.

M… de 65 años, una mujer amable y servicial, vive en una pieza de diez metros cuadrados que el dueño, un señor mayor que vive en la otra minúscula mitad, les presta a ella y su familia. Esta morada tiene una cama y la ropa está suspendida donde se puede alrededor de las paredes. La nevera es “de lujo”, porque no funciona y como no hay otros muebles la dueña se resiste a deshacerse de ella; la estufita tampoco funciona. De baños ni hablar. M.., su hijo y su nieto de 10 años se lavan de noche entre dos paredes para que no los vean, lo hacen con galones donde acumulan el agua de su “ducha”. Para las otras necesidades, un vecino les presta su baño, con la salvedad que el agua llega solamente dos veces a la semana en este sector empinado y malsano de la Zurza. El tío carga en el mercado y los días de lluvia no trae el peso necesario para el sustento, si acaso una funda de aguacates o tres manzanas.

La casa vecina es la casa de Dios: allí viven 17 personas, bajo la tutela de la bisabuela y de la abuela. El único hombre del hogar vende melones en el mercado. Solo él trabaja en la casa. En este matriarcado, todo el mundo tiene tareas. Hay que lavar, cocinar y atender una balsa de niños y niñas que corretean por todos los lados, evitar que cojan la calle, estar pendiente de poner alimentos en los platos, de las enfermedades.

Todos los niños, niñas y adolescentes son los nietos e hijos de las distintas generaciones gobernados por la bisabuela. Hay un último recién llegado, motivo da algarabía, un niño haitiano de 10 años que le regalaron “con papeles”: lo que significa, con un acta de nacimiento de extranjero.

Una de las nietas toma activamente parte en los quehaceres. Está desempleada. Tiene 23 años y tres hijos. Era de la calle y quedó embarazada a los doce años de su hija que hoy tiene 10 años y que fue seguida por dos varones. El padre de dos de sus hijos murió en un tiroteo en un drink.

Hoy, ella quiere retomar su vida y echar p’alante. Acabó el octavo y habla con sonrisa y sin amargura del tiempo perdido, de sus errores y de las ancianas que pasaron su vida trabajando, sin poder ni tener las herramientas para guiarla. Los golpes que la vida le ha dado no la han quebrado y desea un mejor porvenir para sus hijos. Por ahora va a tomar un curso de peluquera para recortar y atender las otras 16 cabezas del hogar.

En esta familia carente de bienes materiales, en el medio de un entorno hostil, se siente sin embargo el espíritu navideño. No solamente por el arbolito puesto en la casa, sino también porque en esta temporada, con sus sonrisas y sus actos hacia los más pobres de su comunidad, encarnan lo que todos debemos demostrar en nuestras vidas: el amor, la solidaridad, la empatía con nuestros familiares, amigos y vecinos, sean estos migrantes o dominicanos.