Hace mucho que dejé hacer resoluciones para año nuevo. La vida misma me ha demostrado que esto es como afirman los creyentes, “uno propone y Dios dispone”. Además, con la vida nunca se sabe.

Un par de años atrás me propuse propiciar momentos únicos con mis hijos y creo que lo sigo logrando. Otro año lo declaré en esta misma Comparsa, como “el año del ruede durísimo” y sí que lo logré y me superé hasta a mí misma.

El 2020, que parece que fue ayer, por igual nos demostró que uno puede organizar su vida de la forma más cercana a lo perfecto y a fin de cuentas, nunca se sabe. ¿Cuántos zapatos se dañaron en el clóset mientras pusimos la vida en pausa? ¿A cuántos seres queridos nos tocó despedir? ¿Se sentó la vida a esperarnos y darnos la tregua de un año prácticamente perdido? No, claro que no. La vida no se detiene a leer en nuestra agenda aquellos planes y resoluciones que se escriben con ilusión.

El 2021, cuando ya nos pensábamos más cerca del fin de los efectos de la pandemia y que con la reapertura de la economía, uno sentía los aires de cierta normalidad, el año trajo muchísimas incertidumbres y cerramos con un rebrote, que ha tocado de cerca a todo el mundo. Todos ahora mismo tenemos un familiar o sabemos de alguien de nuestro entorno que está contagiado, o el contagiado es uno mismo.

Este año, en cambio, estoy dispuesta a recibir todo lo bueno que traiga la vida. Con la madurez de mis años, sin la prisa de llevarme el mundo por delante y con la certeza de que, como la vida me lo ha demostrado, el tiempo alcanza para todo. Los plazos son negociables y las condiciones siempre serán flexibles.

Nada de cursilerías, muchísimo menos aquello de vibrar alto y bonito, este año mi plan se resume a lo real, a seguir viviendo con intensidad, a la planificación, a ponerle carácter a mis sueños y mis aspiraciones. Pensarme en grande. En 2022 quiero metas reales, sueños con resultados a largo plazo y seguir enfocada en lo que hasta ahora me ha dado buenos frutos y me ha concedido felicidad plena. Por chiquito que sea.

Y aunque lejos de las metas rosadas y la cursilería, recibo el año con toda la fe puesta en mí y en el mejor de los ánimos. Este año quiero salud, que ha demostrado ser un bien tan subestimado como preciado; quiero afianzar el ahorro, un hábito que logré adquirir en 2020; quiero viajar, conocer lugares nuevos y pasear todavía más con mis hijos y mi gente.

Y si el año pasado bailé, en este nuevo es que se va a bailar de verdad. Quiero contar más historias. Quiero más amigos, quiero mas tiempo para escribir, mas noches para leer, hablar con gente interesante y estudiar otra carrera. A mis 41, aún me siento como muchachita aprendiz en aula de escuela, atenta a sus maestros para no perderse de nada y ponerlo en práctica para cuando yo sea grande. Quiero seguir atesorando gente en mi corazón a quienes agradecer. Que la gratitud sea un testimonio constante en mi vida.

Si el 2020 fue un año de grandes lecciones de vida para mí, el 2021 me enseñó que uno es capaz de hacer frente a desafíos grandísimos y salir bien, cuando la gente, en un acto de grandeza y nobleza desinteresada, te concede la oportunidad y la confianza a ciegas. Y de esos actos, de esas lecciones, es que quiero seguir aprendiendo y replicándolos en 2022. Porque a fin de cuentas, la magia de uno ser privilegiado con esas acciones, es la esperanza de poder replicarlos desde que se tiene el chance y seguir contagiando la gratitud.

En resumidas cuentas, mi única resolución de año nuevo es seguir siendo feliz. Así sean metas chiquititas o muy grandes, pero encontrar una cuota de felicidad en todo lo que yo haga. Por ejemplo, Serrat, que anunció su retiro para este año, viene al país y mi meta es verlo. Así de fácil y así de feliz va mi única resolución para 2022.