El fideicomiso es una figura jurídica que permite que una o varias personas físicas o jurídicas transfieran derechos a otras para la constitución de un patrimonio separado que sería administrado por estos bajo las condiciones establecidas por el fideicomitente. Existen fideicomisos privados, públicos y mixtos.
Es lógico pensar que cuando una persona pone su patrimonio en un fideicomiso tomará todas las precauciones para que sean bien administrado. Lo mismo debe esperarse del Estado.
Soy de los que piensan que los fideicomisos públicos o las alianzas públicas-privadas pueden ser un instrumento para el desarrollo si se manejan de manera transparente y con normas estrictas, capaces de garantizar el patrimonio público.
Hace unas semanas, los diputados quisieron aprobar una ley de fidecomiso público, previamente aprobada por el Senado, que significaría un retroceso mayor a la trasparencia y a la institucionalidad del país, amén del daño que le produciría ese manejo a la propia figura del fideicomiso, cosa que no debe sorprender del Congreso que nos gastamos.
Entre las cosas que más deben preocuparnos de ese anteproyecto está que exime a los fideicomisos públicos de cumplir con la ley de compras y contrataciones públicas, sustituyéndola por un reglamento propio de cada fidecomiso, y establece que la deuda contraída por el fidecomiso no es deuda pública, para así evitar la aprobación congresual y el registro en crédito público.
Si ese anteproyecto se aprobase, convertiría la figura del fideicomiso, concebida para ser un instrumente del desarrollo, en arma para el delito, la corrupción y la degradación de la institucionalidad pública. En una palabra, el resultado sería emitir una patente de corso para la apropiación del patrimonio publico.
Los que defienden esa aberración la justifican alegando que en el gobierno pasado se aprobaron algunos fideicomisos al margen de la ley. De ser cierto que algo se hizo mal, nada, absolutamente nada, puede justificar que se haga peor.
El país requiere entrar en un proceso de mejoría constante. Ese es el cambio al que debemos aspirar y luchar para lograrlo, independientemente de quien ocupe el poder en un momento dado.
La ciudadanía debe velar porque su patrimonio sea bien administrado. Para esto no puede confiar solo en la probidad y capacidad de aquel que se designa como administrador, sino en las leyes y normas que rigen la actividad.
Igual pasa en los fideicomisos privados, por más confianza que se tenga en los administradores, la garantía mayor son las normas de manejo que se establecen amparadas en las leyes vigentes.
Quien dio la voz de alarma con fuerte y objetivo fundamento fue el economista y político Juan Ariel Jiménez, persona que goza de mucha credibilidad por su mostrada capacidad y condición humana. Juan Ariel argumenta fundamentado en conceptos, no en diatribas.
Muchos lo apoyamos y reforzamos sus argumentos, entre ellos especialistas como Olivo Rodríguez Huertas y otros de gran prestigio y credibilidad.
Y a todo esto, ¿dónde estaban los congresistas del gobierno y la oposición que se proclaman paladines de la democracia y la institucionalidad? ¿Y las organizaciones de la sociedad civil cuyo objetivo es luchar por la transparencia y el fortalecimiento institucional?
Posteriormente se han visto algunas reacciones para salvar la cara, veremos hasta donde llegan.
A esa aberración hay que ponerle freno ya. La indiferencia sería complicidad.