Recientemente, mediante sentencia TC/0620/23, el Tribunal Constitucional estimó la acción directa en inconstitucionalidad presentada por un amplio grupo de mujeres políticas y asociaciones sin fines de lucro contra el artículo 142 de la Ley 20-23 Orgánica de Régimen Electoral. Aunque el asunto tiene trascendencia propia –en tanto que concierne a un aspecto troncal del proyecto de transformación social que postula la Constitución de la República—, me parece que su peso específico en el panorama actual solo se evidencia en plenitud cuando se echa la vista atrás y se atiende al marco fáctico y jurídico que le antecede.
Ocurre que, como muchas veces en la vida, es provechoso refrescar lo andado. Entre 2019 y 2020, el Tribunal Superior Electoral (TSE) y el propio Tribunal Constitucional (TC) emitieron sendos precedentes que ajustaban el sentido y la interpretación del artículo 136 de la –hoy derogada— Ley 15-19 Orgánica de Régimen Electoral, por considerar que su aplicación contrariaba el artículo 39 de la Constitución. La razón detrás del desajuste entre la Constitución y la ley fue que esta última pretendía situar el cómputo de la proporción de género en las candidaturas sobre la propuesta a nivel nacional, menospreciando la opción que genuinamente garantiza la participación equilibrada en la política electoral: aquella que sitúa el cómputo en la propuesta por demarcación electoral.
En una movida entre atípica y estrafalaria, el Congreso Nacional emitió la citada Ley 20-23, derogando la anterior y, al mismo tiempo, calcando letra por letra el artículo 136, de cuya inconstitucionalidad ya se habían encargado el TSE y el TC. Es en ese marco que surge el bendito artículo 142, y en esa tesitura es que se ha producido también la acción colectiva que ha generado el reciente pronunciamiento del TC. Los términos concretos en que los jueces constitucionales han zanjado el tema no dejan espacio para la duda. Es positivo, además, que la decisión se haya producido con la campaña a la vuelta de la esquina.
En la sentencia en comento, la mayoría de los jueces constitucionales acredita el sentido en que el artículo 142 vulnera los principios de igualdad y progresividad en el desarrollo de los derechos fundamentales. La mayoría de los jueces advierte, además, sobre el escenario al cual habría conducido la aplicación de la proporción sobre la propuesta nacional: en tal caso, las demarcaciones electorales de menor peso político serían dedicadas para la satisfacción de la proporción, impidiendo así el desarrollo del liderazgo femenino en las demarcaciones con mayor proyección en el tablero político. Los jueces también abordan la forma en que el artículo 142 vulnera el precedente constitucional contenido en la sentencia TC/0104/20. Sostienen que, en efecto, dicho precedente fue ignorado por el legislador, vulnerando así el principio de supremacía constitucional y el artículo 184 de la Carta fundamental, e incurriendo además en una clara deslealtad a la Constitución y en “falseamiento del Estado de Derecho” (párr. 14.48). Para los jueces, la omisión de los precedentes constitucionales por parte del legislador “envía un distorsionado mensaje a los ciudadanos y otros representantes de los poderes públicos, en lo que concierne al deber fundamental […] que consagra el compromiso [igualmente] fundamental de acatar y cumplir la Constitución y las leyes” (párr. 14.47).
Merece la pena explicar que, vista de forma descarnada, la obstinación de una mayoría del Congreso Nacional en una fórmula inconstitucional no es consecuencia de una orden divina escrita en piedra y caída del cielo. Es síntoma de algo mucho más humano: concretamente, de lo que una parte del universo político nacional considera con respecto al equilibrio y la paridad en la participación política entre hombres y mujeres. Si no es esta la razón y en cambio se insiste en un supuesto compromiso con aquel equilibrio y esta paridad, entonces nos quedamos con una técnica legislativa deficiente que prohijó una norma que pretendía omitir precedentes constitucionales. Y si tampoco es este último el caso, entonces hablaríamos –tal como se sugiere en la decisión comentada— de un desprecio consciente de la Constitución misma y de las decisiones emitidas por las instancias más altas del poder jurisdiccional en nuestro sistema, entre ellas el TC. Elijan ustedes, señores.
No es descartable que la situación se origine por la confluencia de diversos vectores. En cualquier caso, los tres escenarios resultan problemáticos en distinto grado. En primer lugar, el flaco compromiso de un sector de la clase política con la igualdad, el equilibrio y la paridad en los planos electoral y partidario, además de criticable por la premisa que trae consigo, es reprochable por anacrónico. Y es que el punto de partida de nuestra sociedad es distinto al de ayer, montados como estamos en una Constitución de rasgos específicos, que actúa sobre la realidad como norma suprema y eje del ordenamiento jurídico, y que, además de un código de convivencia, es también un compendio de las decisiones políticas fundamentales del sistema. Entre ellas se encuentra un proyecto de transformación social y política que procura superar los males de antaño, sanar cicatrices históricas y erradicar de modo progresivo todo privilegio, desventaja, marginación o desequilibrio injustificado entre las personas, en especial entre las mujeres y hombres que pugnan políticamente por los cargos de representación popular que articulan el sistema democrático. Desde aquí, es un profundo contrasentido empecinarse en preservar –en lugar de combatir— las desigualdades que tristemente aún caracterizan nuestra realidad. Parece existir un desfase evidente entre el proyecto constitucional de transformación social y la estrategia de parte de los actores llamados a ponerlo en práctica. Ese desajuste, esa disonancia, tuvo por legado inmediato uno de los frutos más rancios que ha producido el ecosistema político contemporáneo.
En segundo lugar, la omisión inconsciente de sentencias emanadas de los órganos judiciales de mayor jerarquía pone en profundo entredicho la actividad legislativa del Congreso (o, acaso, de este Congreso). Lo reitero, a riesgo de pasar por necio: cuesta mucho justificar la emisión de una norma cuya inconstitucionalidad fue acreditada por tres decisiones judiciales distintas. Cuesta todavía más, una vez se constata el tiempo transcurrido entre la emisión de las decisiones y la sanción de la nueva ley electoral. Si se trató de una omisión deliberada, la cosa es todavía peor porque (en tercer lugar) cabría entonces hablar de desacato de aquellas decisiones y, con ello, de una erosión inducida al orden constitucional, o lo que el Tribunal ha denominado “falseamiento del Estado de Derecho” y “deslealtad” a la Constitución. Se mire por donde se mire, el legislador criollo queda mal parado.
Hay que decir que, en cierta medida, es normal que surjan estos baches entre los procesos cotidianos de gobierno y el proyecto social y político que promueve la Constitución. Como sugiere Karl Loewenstein, tiene cierto tufo a idealismo pensar que siempre habrá sintonía plena entre todas las decisiones políticas (hasta las más rutinarias) y el gran programa de transformación individual y colectiva que anida en la Constitución contemporánea. Pero hay una clara diferencia entre este fenómeno y el desdén a las normas constitucionales o el menosprecio a la interpretación que de las mismas efectúen órganos especialmente autorizados para ello, como el TC. En estos casos, el resultado es particularmente perverso porque corroe de forma activa la conciencia sobre la Constitución y su rol en los procesos políticos. De ahí al despelote institucional hay apenas medio paso.
Loewenstein rescata un buen ejemplo de lo que puede implicar ese descrédito consciente del proyecto constitucional. Corrían las primeras décadas del siglo XIX y en suelo estadounidense se dieron dos leyes estatales que autorizaban la desposesión de terrenos de la comunidad cherokee. Se apoderó del asunto a la Corte Suprema de la federación y, en 1831, el juez Marshall dictó sentencia declarando inconstitucionales aquellas leyes. Enterado de la decisión, el presidente Andrew Jackson “invitó” al juez ponente a aplicarla. “John Marshall ha dictado el fallo”, habría dicho Jackson, “y ahora también tendrá que ejecutarlo”. Los Estados concernidos por el caso incumplieron la sentencia. Se sabe cómo acabó la película.
La nueva decisión del TC entroniza los principios de igualdad y progresividad, al tiempo que reafirma el criterio ignorado por el Congreso. Esperemos que esta vez su acatamiento se acompañe de un compromiso auténtico (individual y colectivo) con el específico proyecto político que dimana de la Constitución. Porque es ella la que traza la transformación que nos espera. Insistamos en ello, por más distancia que pueda verificarse cada cierto tiempo. Y, de paso, no hagamos caso a Jackson.