Dotados de una conciencia, los humanos contamos con un poder poderoso que nos guía, que nos permite comprender las cosas y definir caminos. Tiene muchas acepciones dependiendo desde dónde nos situemos; así fuere, el conjunto de las emociones, pensamientos, sensaciones, como en otro sentido, la espiritualidad.

Desde la perspectiva de la psicología dialéctica ella nos proporciona dos mecanismos reguladores, el primero, aquel que contiene todos los aspectos que nos impulsan y motivan a la acción, la regulación inductora y el segundo, la ejecutora, nos ofrece el cómo de la acción, la manera cómo lo hacemos según las circunstancias.

Desde otras perspectivas psicológicas se ponen de relieve los principios de vida, moral y el de realidad. Mientras el primero nos impulsa a la satisfacción principalmente biológica; el segundo, a darnos un marco de posibilidades dependiendo de la cultura. Finalmente, el tercero, es el que negocia lo posible.

Desde una perspectiva religiosa, esa vida interior se construye y se vive desde el poder de la oración que guía en la relación con Dios, construyendo pautas de cómo encarnarlo en la vida real y proponerlo a los demás, como una nueva manera de vivir con sentido la vida.

Hacer conciencia de la finitud de la vida, de nuestras vidas, pero como parte del inmenso cosmos, en su grandeza y su infinitud, se constituye en otra manera de vivir esa vida interior que, aunque nos coloca como mota de polvo en él, nos permite sentirnos parte de él y como tal, infinitos e imperecederos también.

No se trata de quién o quiénes tienen o cuentan con la “certeza de la verdad”, más bien, de aquellos tantos que se ven reflejados en sus vidas en una u otra manera de pensar, que les proporciona sentido y les abre camino para una vida buena, para sí y para los demás.

Esa vida interior cobra hoy mayor sentido en una época de desesperanzas, en que las ideologías que antes nos ofrecieron las verdades posibles se vieron desmoronadas por sus incapacidades de dar respuesta que permitieran hacer que los sueños fueran realidades tangibles en el día a día y nos permitieran una vida distinta.

Ante tal fracaso, y más aún, al no encontrar caminos que puedan generar nuevos sueños, hay quienes abrazan y se hacen poseedores de ideas absurdas que solo buscan satisfacer egos reprimidos y atrapados, y que solo sirven como marketing para vendernos sueños carentes de todo sentido de lo humano.

El amor, esa fuerza interior capaz de traspasar fronteras y construir nuevas vidas, de colocarnos en la posibilidad siempre de lo nuevo y de aquello que nos encumbra hacia nuevas maneras de vivir la vida se cualquieriza, haciéndonos narcisos de un individualismo exacerbado que no hace otra cosa que dejarnos en su nimiedad.

El amor vivido solamente en los límites de nuestras necesidades básicas y lejanas de aquellas que nos hacen ser un todo con los demás, reconociendo al otro como parte de mí, pierde su esencia transformadora, generadora de nuevas vidas, impulsoras en la búsqueda y apuesta de “un nuevo cielo y una nueva tierra”.

Ese narcisismo rampante que se nos vende por las redes sociales y los medios de comunicación no es más que la manifestación de fracturas en la estructura del self, del sí mismo, de quienes lo promueven, pues solo procura la soledad, la satisfacción egocéntrica, que únicamente tiene como resultado el fallecimiento mismo del amor.

El amor, de esa manera, pierde su esencia de ser la base misma de la existencia humana, que proporciona el camino que nos conduce a la vida, a la vida buena, basada en la solidaridad y la compasión, en el perdón y la bondad, en la construcción de relaciones que glorifican nuestra existencia y la expanden.

El amor, vivido en el vínculo con los demás, es generador y propulsor de nuevas maneras de enfrentar la vida en todas sus manifestaciones, al mismo tiempo que nos abre hacia nuevas maneras de comprenderla y con ello, a nuevas maneras de actuar guiados por el bien común.

Y es que el amor entiende el valor de ser diferente, es más, lo supone, pues no es egoísta, nos nutre de todo lo bueno, nos conduce hacia el respeto de los demás sin importar las diferencias que podamos tener sobre las cosas y acerca de la vida (que aburrido sería si pensáramos todos iguales).

Quizás sería recomendable y necesario recuperar aquella Oración que fue atribuida a San Francisco de Asís y que Leonardo Boff señala que más que de su pluma lo fue de su espiritualidad y la que, en su primer párrafo, con independencia de nuestras creencias o ideologías, nos invita a la acción:

“Señor, haz de mí un instrumento de tu paz. Que donde haya odio, lleve yo el amor; donde haya ofensa, lleve yo el perdón; donde haya discordia, lleve yo la unión; donde haya duda, lleve yo la fe; donde haya error, lleve yo la verdad; donde haya desesperanza, lleve yo la esperanza; donde haya tristeza, lleve yo la alegría; donde haya tinieblas, lleve yo la luz…”.

Es una invitación a la acción, al compromiso por el desarrollo de nuevas maneras de relacionarnos, a la transformación de la vida en todas sus manifestaciones. Esa es la tarea, pues el amor lo puede todo y todo lo hace posible.