Hace varios días indiqué que el origen del Estado se inspira bajo un sentimiento de humanidad, el cual obliga a la Administración a localizar a las personas en el centro de la gestión pública y a estructurar sus actuaciones entorno a su dignidad. De ahí que la dignidad humana se articula como la piedra angular del Estado y de todo el ordenamiento constitucional (ver, “La humanización del Estado”, 7 de mayo de 2022).
En palabras del Tribunal Constitucional, “el respeto a la dignidad humana es una función esencial en la que se fundamentan la Constitución y el Estado social y democrático de Derecho en la República Dominicana”. Su reconocimiento como principio fundante de nuestro ordenamiento constitucional, “exige un trato especial para el individuo, de tal forma que la persona se constituya en un fin para el Estado que vincula y legitima a todos los poderes públicos, en especial al juez, que en su función hermenéutica debe convertir este principio en un parámetro interpretativo de todas las normas del ordenamiento jurídico” (TC/0059/13).
La dignidad humana “hace referencia al valor inherente del ser humano en cuanto ser racional, independientemente de su raza, condición social o económica, edad, sexo, ideas políticas o religiosos. Es el derecho que tiene cada ser humano de ser respetado y valorado como ser individual y social con sus características y condiciones particulares” (TC/0081/14).
De lo anterior se infiere que la dignidad humana es, por un lado, un valor y principio fundamental que optimiza los demás derechos fundamentales y, por otro lado, un derecho público subjetivo, exigible judicialmente por sus titulares, el cual tiene como objetivo garantizar que las personas sean respetadas y tratadas dignamente.
Desde una dimensión objetiva, la dignidad humana viene a ser el pilar básico de todo el ordenamiento constitucional y del sistema de derechos fundamentales, pues es considerado por el constituyente como el punto de arranque, es decir, “como el prius lógico y ontológico para la existencia y especificación de los demás derechos” (STC 53/1985). En efecto, la Constitución reconoce que ella “se fundamenta en el respeto a la dignidad humana” (artículo 5) y que, además, “el Estado se fundamenta en el respeto a la dignidad de las personas y se organiza para la protección real y efectiva de los derechos fundamentales que le son inherentes” (artículo 38).
Siendo esto así, es evidente que la dignidad humana, como valor y principio fundamental, constituye el parámetro de optimización de los demás derechos. Se trata, parafraseando a Arendt, del derecho de las personas a tener derechos. De ahí que es evidente que la dignidad humana se encuentra íntimamente vinculada con el libre desarrollo de la personalidad y con los derechos a la integridad física y moral, a la libertad de ideas y creencias, al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen. En otras palabras, los derechos personalísimos y que son inherentes al individuo se derivan, sin duda alguna, de la dignidad humana.
Desde una dimensión subjetiva, la dignidad humana es la prerrogativa que poseen las personas de ser tratados dignamente, independientemente de su raza, condición social o económica, edad, sexo, ideas políticas o religiosas. Es decir que se trata del derecho a que las personas reciban “un trato que respete plenamente la dignidad del ser humano” (T-133/06), de modo que obliga al Estado a adoptar las medidas que sean necesarias para que éstas puedan diseñar un plan vital de vida (vivir como se quiere), con acceso a ciertas condiciones materiales indispensables (mínimo vital) y con goce pleno de sus bienes no patrimoniales (integridad física y moral, honor, intimidad y libre desarrollo de la personalidad). Dicho de otra forma, el Estado debe adoptar las medidas necesarias que garanticen a cada individuo un trato acorde con su condición digna de ser humano, como parte y miembro de la sociedad.