La idea de pertenecer y estar vinculado con una determinada comunidad constituye una de las inclinaciones naturales de las personas.  El ser humano es un ente social por naturaleza y como tal tiene la tendencia a «vivir en sociedad». En otras palabras, las personas requieren de la ayuda y protección de los demás para poder desarrollar plenamente sus virtudes, de modo que necesitan vivir en sociedad para poder satisfacer sus exigencias físicas y espirituales.

Para Santo Tomás de Aquino, existen tres tipos de inclinaciones naturales: (a) la tendencia a la autoconservación individual; (b) la tendencia a la perpetuación de la especie; y, (c) la tendencia a «conocer las verdades divinas» y a «vivir en sociedad». Para concretizar esta última tendencia, el ser humano forma comunidades a fin de desarrollar los preceptos que aseguren la viabilidad de la vida social delimitando las respectivas esferas de la libertad individual.

Esta idea de Santo Tomás parte del pensamiento aristotélico sobre el proceso de socialización. Para Aristóteles, “el ser humano es un ser social”. El proceso de socialización, cuyos hitos anteriores más importantes fueron la familia y la comunidad, culmina con la formación del Estado. En sus propias palabras, “la asociación natural y permanente es la familia. La asociación de muchas familias (…) es la aldea -y- la asociación de muchas aldeas forma un Estado (polis) completo”, el cual llega “a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de la vida y debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas”.

De lo anterior se infiere que: (a) primero, el ser humano tiene una inclinación natural a asociarse en comunidad; (b) segundo, el ser humano, organizado en familia, precede a la “aldea” y a la comunidad; y, (c) tercero, la comunidad antecede al Estado. Dicho de otra forma, el Estado está precedido por la comunidad y ésta a su vez se encuentra antecedida por las personas. De ahí que el ser humano constituye la razón de ser (telos) de la existencia de la comunidad política, por lo que el Estado surge como un ente limitado por los derechos de las personas.

En otras palabras, las personas tienen una inclinación natural a vivir en sociedad para garantizar sus vidas, libertades y posesiones. Es por esta razón que deciden renunciar a parte de su libertad para someterse a un conjunto de reglas «comunes». Estas reglas, cuyo cumplimiento en la comunidad es voluntario, son dictadas y exigidas de forma obligatoria por el Estado, quien monopoliza el poder de castigo para garantizar los bienes de las personas.

En síntesis, el Estado surge con el único propósito de asegurar el “bienestar integral y permanente” de las personas (Rodríguez-Arana). De ahí que el origen del Estado se inspira bajo un sentimiento de humanidad, lo que justifica su carácter vicarial y servicial. En efecto, el Estado ejerce sus funciones por delegación de las personas a fin de asegurar la mejora integral de sus vidas. Por tanto, el ser humano es quien justifica el origen y la estructura del Estado, de modo que éste se organiza para su libertad e igualdad.

Esta visión humanista del Estado, la cual se encuentra reflejada en la concepción lockeana que inspiró los movimientos constitucionalistas y, por tanto, las constituciones contemporáneas, obliga a la Administración a localizar a las personas en el centro de la gestión pública y a estructurar sus actuaciones entorno a su dignidad. De ahí que la dignidad humana se articula como la piedra angular del Estado y de todo el ordenamiento constitucional.

En palabras del Tribunal Constitucional, citando a su homólogo colombiano, “el respeto a la dignidad humana es una función esencial en la que se fundamenta la Constitución y el Estado social y democrático de Derecho de la República Dominicana. (…) El reconocimiento superior de la dignidad como principio fundante de nuestro ordenamiento constitucional, exige un trato especial para el individuo, de tal forma que la persona se constituye en un fin para el Estado que vincula y legitima a todos los poderes públicos” (TC/0059/13).

Las reformas institucionales deben partir de esta visión. El Estado no es un ente omnipotente que puede actuar sin tener presente el valor de la dignidad humana, sino que se trata de un «instrumento» para la satisfacción inmediata de las necesidades de las personas. Por tanto, el Estado debe ser concebido como un ente limitado, domado y sometido al ser humano, por lo que los órganos y entes públicos deben estructurarse teniendo como eje central a las personas.