No se trata de falta de empatía con mi género o ausencia de la llamada sororidad a la que acudimos las mujeres para apoyarnos unas a las otras, pero lo cierto es que ante la realidad que se da entre hombres y mujeres cuando se trata de acercarse, relacionarse y convivir, estoy convencida de que somos las mismas mujeres quienes cargamos con una altísima cuota de culpa. Y me incluyo, porque a este fenómeno actual, todas hemos hecho nuestro humilde aporte.
Desde detalles muy mínimos, como el clásico abrir la puerta de un vehículo o dar paso en un ascensor, hasta el estelar momento de pagar una cuenta o asumirla, siempre que se pueda, las relaciones afectivas se han convertido en una maraña complicadísima en la que las mujeres esperamos algo de los hombres y el hombre no está seguro cómo la mujer lo tomará. ¿Cuántas veces nos han dicho “es que no sabía si eso te podía ofender” cuando uno reclama alguna dejadez? El acercamiento y esos primeros meses que se dan entre conocerse y soltarse, se han convertido en un tremendo acto de malabarismo para los dos. La mujer, que espera y casi siempre no sabe si puede reclamar porque el tipo se puede espantar; y el hombre de otro lado, que, ante la ola de sensibilidad y empoderamiento, a veces no sabe hasta dónde puede llegar. Si tratar de explicarlo resulta complicado, vivirlo es casi siempre agotador. Sólo el interés nos salva.
Aquello de no querer compromiso también dejó de ser un asunto reservado para los hombres. La cosa cambió, porque ahora somos las mujeres quienes muchísimas veces no buscamos, o necesitamos, un compromiso más que casual con el hombre y ahí se sigue complicando el asunto. El acuerdo de compromiso que antes se reservaba a “pedir amores”, que tampoco se da, ahora debe ser un acuerdo entre ambos. Nada mal si hablamos de igualdad, pero en la práctica se ha desvirtuado.
Para mi generación, la que creció en los noventa, es todavía más difícil porque nos criamos bajo el ejemplo de la pareja tradicional de aquellos tiempos en la que el hombre no nos dejaba pagar una cuenta, nos pasaban a buscar, nos regresaban a casa, salíamos de brazo, había poca hambre y viveza y básicamente se jugaba como en un equipo. Si tú tienes, yo tengo y si yo tengo, igual, tenemos los dos. El cuadro es historia patria y a mis 43, casi puedo contárselo a mis sobrinas que empiezan a ser adultas, como un testimonio vintage de mis tiempos.
El empoderamiento desmedido, el pulso eterno midiendo fuerzas con los hombres, en algunos casos, ha permitido que el hombre se acomode en esa realidad y se permitan ellos mismos, convenientemente, que las mujeres se resuelvan todo. En otros casos, el divorcio, la soltería prolongada y la realidad que nos obliga a gestionar nuestras propias soluciones también han mandado el mensaje equivocado a los caballeros. Y lo afirmo desde mi soltería y como madre y mujer divorciada, sin una gota de amargura, más que con la objetividad que me ha dado ser testigo del mismo patrón en muchísimos casos, más allá del mío. Sin distinción. Este es un fenómeno que no se remite sólo a las divorciadas ni a las cuarentonas. Tristemente.
Es más, las más jóvenes son probablemente quienes lleven una carga más pesada en esta realidad. Si alguna ventaja da los años es que uno sabe aún con más certeza lo que no quiere y lo que no necesita en una relación. Tanto hombres como mujeres.
Del tema económico y financiero, mejor ni hablemos, porque tocarlo de la manera aún más superficial, requiere otro artículo. Pero a grandes rasgos, se debate entre las mujeres con un nivel de ambición desmedido que raya en el abuso; aquellas que se ofenden si le ofrecen la ayuda; y otras a las que la dignidad no les permite pedir ayuda y el hombre no capta el mensaje. Así que mejor lo dejamos ahí.
Lo cierto es que en ese afán por ganarnos el espacio que las mujeres merecemos, que tanto nos ha costado en un camino que aún le queda un buen tramo por conquistar, poco a poco hemos ido convirtiéndonos en hombres y la verdad es que de eso no es que se trata. Han intentado condenar y satanizar a las mujeres que se quedan en casa, como si el trabajo en casa no fuera más arduo que el de oficina y en su lugar, hemos querido exaltar a las mujeres que tenemos que hacer de tripas corazón mes por mes para llevar un hogar, de un empleo formal al emprendimiento, para intentar sobrevivir dignamente, como si fuera un acto heroico postergar la vida.
El mundo actual tiene espacio para negociar los roles y las responsabilidades; las madres, en su mayoría, nos estamos empeñando en criar a los hijos bajo la premisa de equidad en derechos; y aún así, hombres y mujeres tienen cada uno sus cosas. Cada cual es importante en su justa dimensión. Cada cual es necesario en su papel.
A todos en una relación nos gusta que nos cuiden, sentirnos amados, importantes y sobre todo respetados. No conozco la primera pareja que bajo los términos de la indiferencia sobreviva al tiempo o sean felices. Una relación en la que tus problemas no sean nuestros problemas está condenada al fracaso. El amor, las relaciones de afecto, se juegan en equipo y se bailan como el tango, de a dos.
Además, en todo caso, nunca nadie nos preguntó a las mujeres si queríamos ser hombres y tampoco nos han dicho dónde uno pone la renuncia.