Lo sucedido el sábado 18 de noviembre, como lo sucedido un año antes, nos demuestra cuán vulnerable es la ciudad de Santo Domingo. Obviamente la conjunción de varios factores, una serie de eventos desafortunados, incrementó dramáticamente el efecto, que esta vez costó muchas más vidas que el año anterior.
Algunos de esos factores, como los efectos del cambio climático o la impresionante cantidad de agua que trajo la tormenta, podrían considerarse imprevisibles, pero lo cierto es que a esa condición de aleatoriedad se le debe sumar la falta de prevención tanto en la planificación urbana como en la implementación de programas de prevención y mitigación de desastres. Una de las lecciones que no se ha acabado de comprender es la responsabilidad del Estado de desarrollar programas de prevención entre los cuales debe destacarse los programas de supervisión sistemática de las estructuras viales y vitales, que además deben ser programas transversales a todas las escalas de planificación, comenzando por la Planificación municipal y urbana.
En esta ocasión se falló en todos los aspectos, desde la inadvertencia por parte de las autoridades de las recomendaciones realizadas por una comisión técnica del CODIA, hace 23 años, sobre las deficiencias de los paneles de hormigón del paso a desnivel de la intersección de la avenida 27 de febrero con la avenida Máximo Gómez hasta las alertas e identificación de refugios de las zonas vulnerables y las mas elementales acciones de limpiar desagües.
Los gobiernos locales deben desarrollar sus planes de ordenamiento urbano con la inclusión de planes de prevención lo que supone que deben coordinar acciones con las diferentes sectoriales, principalmente con Obras Publicas y con Vivienda, que deben revisar e inspeccionar las obras viales, las infraestructuras urbanas, las edificaciones vitales (escuelas, hospitales, servicios de emergencia y seguridad) y coordinar sus programas con el plan municipal y urbano. Y en las áreas rurales deben coordinar con Medio Ambiente, Agricultura y Turismo, entre otras instituciones gubernamentales.
Hemos sido desde hace tiempo una sociedad post desastres. Se actúa con bastante eficiencia para enmendar los daños causados por los eventos naturales, pero no se ha podido construir una cultura de la prevención y aún peor, se desarrollado una contra cultura de consolidar los riesgos y construir vulnerabilidad.
Si el evento del año pasado tomó a la ciudad de sorpresa y evidenció las debilidades en la planificación, que ha permitido que la ciudad crezca sin la debida dotación de alcantarillado pluvial y sanitario, pavimentando casi totalmente el suelo urbano aumentando así las escorrentías, con un absoluto descontrol en el manejo de los desechos sólidos que son arrastrados a los pocos desagües tapándolos y ocasionando inundaciones; en esta ocasión se conocía desde casi una semana que se iba a recibir grandes cantidades de lluvia y no se implementó un programa de prevención al respecto, limpiando los desagües, podando árboles y supervisando las infraestructuras vitales y el estado de las vías.
Además de las muertes trágicas en el paso a desnivel y las muertes y pérdidas de ajuares y ropas, menos comentadas , por inundaciones y crecidas en comunidades y barrios marginados, lo más preocupante es la tendencia, que se ha implantado como una práctica normal desde hace muchos años, de consolidar el riesgo. La cantidad de comunidades asentadas en zonas inundables, a orillas de cursos de agua o en zonas propensas a deslizamientos de tierra son muchas y las mismas, producto de las migraciones internas donde las poblaciones más pobres se movilizan hacia las grandes ciudades, buscando colocarse en un mejor mercado de trabajo son muchas veces consolidadas por las autoridades gubernamentales y municipales al llevarle, precariamente, algunos servicios en lugar de reasentarlas en territorios seguros.
Al hacerles aceras o instalarles sistemas de tuberías con la que le venden la ilusión de dotarlas de agua potable, elemento que rara vez recorre esas tuberías, en territorios que se inundan o pueden deslizarse, lo que se hace es consolidar la vulnerabilidad de esas comunidades.
La magnitud de la tragedia del paso a desnivel minimiza la situación que sufrieron y sufren las comunidades más pobres y vulnerables que, por necesidad y por falta de gestión, construyen cotidianamente el riesgo donde viven.
Es necesario establecer responsabilidades, pero sobre todo es necesario asumirlas e iniciar los procesos de planificación que se necesitan para tener ciudades sostenibles, seguras y resilientes. Hay que retomar los programas de educación ciudadana, que sensibilice a la población, con la participación de los municipios, sobre la disposición de los desechos públicos. Iniciar programas que involucren a las empresas en la reducción de la huella de carbono y de la producción de plásticos.
Esta tragedia hay que convertirla en una oportunidad para iniciar todos estos procesos y para eso está la ley 368-22 de Ordenamiento Territorial, Uso de Suelo y Asentamientos Humanos establece en sus artículos 74 y 75, la responsabilidad del Estado en no permitir asentamientos en terrenos calificados como de riesgos. Pero que también proporciona los instrumentos para planificar el territorio y evitar que sigan sucediendo esta serie trágica de eventos desafortunados.