“Soy apátrida por triplicado: nativo de Bohemia en Austria, austríaco entre los alemanes y judío en todo el mundo. Siempre un intruso, nunca bienvenido”. Gustav Mahler (1860-1911)

En la película La terminal (2004), dirigida por Steven Spielberg, un ciudadano de Europa del Este permanece varado en el aeropuerto Kennedy de Nueva York tras un golpe de Estado que instaura un nuevo régimen en su país. Con su pasaporte y su visado inválidos, pues el gobierno estadounidense no reconoce al nuevo gobierno, sin poder entrar a los Estados Unidos de América, ni tampoco volver a su país, Viktor Navorski (Tom Hanks) queda atrapado en la terminal aérea. La película está inspirada en la historia real de un refugiado iraní que vivió entre 1988 y 2006 en la sala de partidas de una terminal del aeropuerto de París-Charles de Gaulle. Narrada en clave de drama romántico y comedia, La terminal relata el conmovedor drama de un apátrida.

Las imágenes modernas del apátrida sugieren siempre pobreza, soledad, desamparo. Su huella es la huella casi invisible de los que legalmente no existen: indocumentados, inmigrantes “ilegales”, “en tránsito”, refugiados, marginados. No suele haber registro que avale su existencia y, de haberlo, es un pasaporte vencido o un documento de identidad personal sin foto o con foto tachada por una equis. Algunos escenarios le son típicos: un desierto calcinante, una frontera hostil con personas que esperan o cruzan, un aeropuerto lleno de gente de todas partes que viene y va, una sala de espera de una terminal vacía en el silencio de la noche, apenas ocupada por un viajero solitario que no sabe adónde ir. Apátridas: gente de ninguna parte, de ningún lugar, seres que no son ciudadanos, sin país, sin nacionalidad, pero con sus particulares historias de vida a cuestas. Apátridas: desterrados sobre la tierra.

Apátrida (del griego ápatris, apátridos: persona carente de nacionalidad) es una palabra incómoda que a nadie agrada: ni a las personas que padecen y denuncian la condición, ni a los gobiernos y Estados que la permiten y fomentan, pero no la reconocen. Nadie quiere reconocer al apátrida de al lado. En el vocabulario político al uso, la izquierda más dogmática aún tilda de apátrida a la burguesía nacional porque “no tiene patria”. La derecha más recalcitrante llama apátrida al que no defiende los intereses del status quo (y por eso son “apátridas” también los intelectuales y artistas disidentes que cuestionan el sistema de poder). Ambas coinciden en un punto: se niegan a reconocer al otro en su diferencia. Como expresión peyorativa, soporta los mayores agravios. Apátrida es sinónimo de lo peor: antinacional, antipatriota, traidor y enemigo de la patria, desleal. Y si es pobre y desposeído la afrenta es aún mayor, pues carga con una culpa irredimible. Camus tenía razón: la pobreza hace que las gentes no tengan nombre ni pasado.

La cuestión de la apatridia se intenta ignorar mediante su simple negación. Declaro que no hay apátridas y el problema deja ya de existir, salvo cuando ello me sirve para denigrar al otro, contrario a mí, que no piensa ni actúa como yo en el sensible tema de la patria y la soberanía. Y pese a que nos negamos a verlos y nos parecen invisibles o indeseables, existen, están ahí, son un río de humanidad. Greg Constantine, artista visual estadounidense que ha documentado el tema desde la fotografía, considera con razón la apatridia como “una de las formas más radicales e invisibles de injusticia”. En el siglo pasado, las tentativas para reconocer y enfrentar el problema dieron lugar a la Convención de las Naciones Unidas sobre el Estatuto de los Apátridas, de septiembre de 1954, y a la Convención para reducir los casos de apatridia, de 1961. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) calcula que hay unos doce millones de apátridas en todo el mundo. Curiosa cifra: algo así como la población dominicana total.

Durante siglos y hasta el año de 1948 los judíos fueron apátridas en toda Europa. Esa terrible realidad dio origen a la leyenda del judío errante, una figura mitológica del imaginario colectivo de la Europa cristiana antisemita. En una ocasión, dirigiéndose al papa de turno, Golda Meir le expresó: “Su santidad, cuando fuimos compasivos, débiles y apátridas nos condujeron a las cámaras de gas”. Una frase cierta pero desafortunada que no puede disculpar la maldad israelí, ni el dolor y el sufrimiento palestino como víctima expiatoria de males causados por otros. Hay pueblos con patria y sin Estado como los palestinos y pueblos sin patria y sin Estado como los kurdos, repartidos entre Irak, Irán, Siria y Turquía (los palestinos, que tienen una patria despojada y luchan contra la larga y brutal ocupación militar israelí, reivindican legítimamente un Estado libre, independiente y soberano). Hay también excluidos como los parias fuera del sistema de castas en la India, los refugiados de etnia tutsi en Ruanda y Burundi, los beduinos del África del Norte entre Libia, Chad y Argelia, los rohinyá en Myanmar. Hay muchos otros escenarios de comunidades apátridas: Bangladesh, Nepal, Malasia, Sri Lanka, Costa de Marfil, Kenia, Ucrania. Y nosotros tenemos a los descendientes de inmigrantes indocumentados haitianos nacidos y criados en el país. Estos no son propiamente apátridas, pues la constitución del país de origen de sus padres los reconoce y les confiere la nacionalidad como haitianos. Sin embargo, nacidos y criados en el país, si bien no jurídicamente, culturalmente son dominicanos, hablan el español dominicano, piensan y actúan como dominicanos, tienen y mantienen un vínculo afectivo y mental con el lugar de nacimiento como cualquier otro ser nacido en esta tierra.