En la novela “Las intermitencias de la muerte’’, José Saramago narra algo inaudito que comenzó a pasar en un país a partir del último día del año. De repente, la gente dejó de morirse.
El día de año nuevo nadie murió; ni en los días sucesivos. La primera reacción de todo el mundo fue de regocijo. El gobierno agradece a Dios por haber escogido a su país para la inmortalidad.
Pero poco tiempo después comienzan las preocupaciones. Muchos hogares que vivían cerca de la frontera, si tenían en cama a enfermos terminales, al ver el tiempo pasar sin ningún desenlace, decidieron cruzarla para llevarlos al país vecino, donde en seguida se morían.
El más preocupado fue el cardenal de la iglesia católica, que llama urgente al primer ministro para que busque una solución a ese problema, porque sin muerte no hay resurrección y por tanto no hay iglesia, porque cómo se le va a inculcar ahora a la gente la idea de la salvación, el infierno o el purgatorio.
Las empresas funerarias y otras cuyos negocios dependen de la muerte piensan que van a quebrar todos. Los asilos de ancianos ya no dan abasto y los hospitales temen llenarse de enfermos que no se sanan, pero tampoco mueren.
Pero las mayores voces de alarma las emiten los ministros de Economía y Hacienda, porque comienzan a calcular que de dónde va a salir el dinero que va a necesitar el fisco para pagar las pensiones de tantos viejos, y tantos envejecientes que están llegando a viejos, sin que ninguno salga de la nómina.
Señores, el “problema” del envejecimiento de la población y la postergación de la muerte que expresa, con toda la gracia que solo tiene un ingenio como Saramago, es algo que, aunque se celebra, también genera preocupaciones en el mundo entero.
Es una de las mayores causas de discusión al momento de abordar los sistemas de seguridad social en cualquier país. Y no nos llamemos a engaños: la seguridad social es un tema macroeconómico siempre y en todo lugar. Es también un tema de interés para médicos, gestores públicos y de atención por todo tipo de disciplinas; pero es fundamentalmente un problema de economía.
En todo el mundo está aumentando la proporción de población en edades superiores a lo que históricamente se consideraba económicamente activa. Y nadie en su sano juicio debería pretender que el Estado y la sociedad permanezcan indiferentes a la suerte que corran.
Lo que vemos es que los sistemas de reparto han venido quebrando y los de capitalización individual garantizarán pensiones bajísimas. La vejez cuesta y la seguridad social es costosa. Esto es un asunto serio y no se debe tratar con ligereza.
Todos estamos inconformes con el sistema que tenemos, y sabemos que debemos reformarlo, pero evitemos hacer cosas “a la brigandina”, que después resulten más insostenibles o disfuncionales que las anteriores.
Cuando se aspira a mantener pensiones dignas para todos, incluyendo los que pueden contribuir y los que dependerán del fisco, eso solo se resuelve postergando la edad de jubilación, aumentando la contribución y aumentando los impuestos. Cuando se establecieron los sistemas de reparto, 60 años era prácticamente el fin de la vida. Hoy es solo una etapa.
En América Latina la situación es peor, pues nuestras sociedades sufren de un síndrome llamado progeria, que consiste en envejecer antes de crecer. Ya muchos países tienen una población muy envejecida, sin contar con los recursos para sostenerla. Los más afectados son aquellos que lograron mejorar sus niveles de vida hace mucho tiempo, pero incluso en la República Dominicana nos estamos acercando.
Actualmente, en el país, la esperanza de vida a los 60 años de edad (no se confunda con la esperanza de vida al nacer), es en el caso de los hombres de 20.5 años adicionales y la de las mujeres 23.2 años Se estima que las personas de 60 años y más rondan los 1.3 millones, y para 2030 podrían llegar a dos millones.
Cualquier sistema de pensiones razonable demanda por lo menos un 5% del producto. Imagínense un país como la República Dominicana en que arañar un uno por ciento con reformas tributarias resulta tan difícil. Y estamos hablando solo del costo de las pensiones.
Ahora las grandes empresas farmacéuticas están destinando ingentes recursos a lo que llaman “la industria del envejecimiento”, es decir, investigar el tipo de productos que van a desarrollar para atender las necesidades de la mayoritaria población de ancianos.
Haber logrado sobrevivir la edad madura, no significa llegar a la vejez en perfecta salud. La cantidad y variedad de riesgos y achaques hacen costosa la salud. Muchos necesitan cuidados especiales. Por eso, el envejecimiento demográfico acarrea también otros tipos de costos y servicios sociales.