Me ha llamado mucho la atención, tras la crisis poselectoral desatada por el colosal fraude en el pasado torneo electoral (o circo) de Venezuela, el derribamiento de estatuas de Hugo Chávez, acciones que me hicieron recordar lo sucedido en la ex URSS, a raíz del fin de la Guerra Fría y la caída del comunismo. Y más aún, que suceda en Venezuela, con el déspota Nicolás Maduro, aun vivo y como “presidente” dictatorial, contrario a las antiguas Repúblicas Soviéticas, donde la ira popular se desató contra el culto a la personalidad de los tiranos, no solo de la ex URSS, sino de toda la órbita socialista, y tras el fin de una era y de los regímenes totalitarios. Es normal que acontezca, tras la caída de una oprobiosa y férrea dictadura. Refleja la pérdida del miedo y la celebración del fin de la opresión de una era de horror tiránico. Los ejemplos sobran. Aquí pasó después del derrumbe de la tiranía de Trujillo. Que suceda con las estatuas de Chávez –que ganó varias elecciones–, en plena dictadura de su discípulo y sucesor, resulta extraño, raro, desafiante, y una temeridad. Supongo que en Venezuela sucedió con la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, en 1958.
Escribo este artículo (el segundo) sobre la crisis poselectoral de Venezuela, haciendo un alto en el camino para desentenderme de otros temas semanales –donde suelo abordar cuestiones literarias, filosóficas, estéticas y antropológicas–, pues la circunstancia y el momento lo demandan. Y para ejercer –o llevar a la práctica– la moral de la escritura y cumplir así una responsabilidad intelectual: la de ser conciencia crítica de la sociedad y del presente, y la de asumir posturas ante un hecho sensible y de interés no solo local sino latinoamericano y mundial. La moral de la responsabilidad y del deber así me lo impone.
La historia del grotesco fraude electoral en Venezuela se repite como una farsa (“Cuando la historia se repite se vuelve una farsa”, dijo Marx). Vuelve la ira popular y se repite el grito de “fraude” y el clamor de la comunidad internacional, exigiendo transparencia y respeto a la voluntad popular. Otra vez, las protestas, tras los resultados y su consiguiente represión militar y paramilitar, de los Colectivos, un ejército de mercenarios, que nos recuerda a la Banda Colorá de los nefastos Doce Años del balaguerato, también fraudulentos y represivos. Sigue la comedia –o tragedia– venezolana de la era pos-chavista, caracterizada por el terror, el chantaje, la represión, los apresamientos, la persecución, el cinismo y el exilio forzoso para los que ejercen el supremo y sagrado derecho humano a la protesta pacífica, tras otra crisis poselectoral, que agrava su crisis migratoria. El régimen madurista, como se sabe, usa el mismo manual y el mismo estilo. Y usa, por consiguiente, como mecanismo de supervivencia, el mismo esquema de todas las dictaduras: la delación, el espionaje, la vigilancia panóptica y la represión intimidatoria, que garantizan su perpetuación en el poder.
Además, emplea una estructura clientelar, de adhesión, subordinación y lealtad, con el contubernio militar, y con privilegios a una casta oligárquica gubernamental y a una cúpula militar, a fin de sostener al régimen. En adición a esto, hay que destacar la presencia de la “inteligencia cubana”, que actúa como fuerza invisible, y que evita la formación de algún eventual golpe de Estado, a lo interno de la cúpula militar y civil.
El discurso populista del chavismo se fundamenta –como todo populismo– en la crítica a las democracias occidentales y a las “elites”, a las que culpa de las desigualdades, la pobreza y las injusticias sociales. Asimismo, por su retórica antiimperialista y anticapitalista, y por su descalificación a sus opositores, a quienes tildan de “fascistas”. Es el mismo libreto de Maduro, que aprendió de su mentor Chávez para descalificar y satanizar a sus enemigos políticos. Sin embargo, nunca admiten que son dictaduras, y de ahí que convoquen elecciones amañadas y fraudulentas para simular que son demócratas. Preparan sus pantomimas electorales para fingir una naturaleza democrática: Rusia, Venezuela y Nicaragua son ejemplos proverbiales (en Cuba, en cambio, desde 1959, nunca ha habido elecciones, lo cual es un ejemplo peor, y no las celebran pues, según Castro: “Lo que se conquista con las armas no se entrega con el voto”). Hoy los dictadores se afanan por aparentar ser demócratas porque está de moda. Los autócratas tienden a enamorarse de las democracias. Buscan el aroma de las elecciones, pero siempre que el fraude, como mecanismo de permanecer en el poder, esté garantizado, y, desde luego, el “triunfo”. Este teatro farsesco y bufo alimenta la egolatría de los dictadores y sirve de pretexto –o excusa– para darse un barniz democrático, y reprimir, perseguir y encarcelar a los opositores, cuando protestan y exigen transparencia en los comicios y respeto a la voluntad, expresada en las urnas. En el fondo, son enemigos de la democracia, ya que esta se fundamenta, históricamente, en la idea de que el poder debe limitarse en el tiempo, alternarse libremente y hacerse elecciones para evitar la perpetuación de los gobernantes. Las democracias que son longevas –como la norteamericana–, sobreviven, se consolidan y se fortalecen, por su alternabilidad (dos periodos y nunca más). O como la mexicana del PRI, que —con sus altas y bajas, corrupción, transparencia o no–, duró más de setenta años, y lo logró porque no existe en México la reelección, y porque el partido llevaba de candidato a uno diferente, en cada torneo electoral. A ese sistema de gobierno, Mario Vargas Llosa, lo llamó, no sin razón: “la dictadura perfecta”.
Las democracias que funcionan son aquellas con leyes, normas y reglas claras y estables, mismas que fortalecen sus instituciones. Una democracia sin contrapeso cae en las dictaduras y en el caos institucional. Amañar las elecciones y violentar sus resultados, conduce a una crisis política, y esta, a crisis migratoria, humanitaria, económica y social. Y los ejemplos están a la vista. La ambición de poder no se atenúa sino que se exacerba con su ejercicio, y se transforma en una trampa, a menudo, adictiva que atrae y seduce; y conduce, con frecuencia, al principio orwelliano que dice: “Sabemos que nadie toma el poder con la intención de dejarlo”. Muchos caudillos y autócratas lo hacen porque temen a la soledad del poder y a la persecución política ulterior –que también tiene una tradición histórica.
Hay quienes dicen que lo sucedido en Venezuela, el 28 de julio, no solo fue un fraude sino un golpe de Estado –o autogolpe. De ahí que los resultados fueran, ante la derrota popular en las urnas, alterados. El miedo y la incertidumbre cunden, y hay pocas posibilidades de otra insurrección como las del pasado, ya que los más osados y valientes líderes están en las cárceles, en el cementerio o en el exilio. Ante el cercenamiento de los medios de comunicación, que se inició con la era de Chávez, y ante una cúpula militar y paramilitar, la posibilidad de un golpe de Estado es escasa. El chavismo, con más de 25 años en el poder, parece seguirle los pasos a Cuba, o ganarle la carrera, en su afán por sembrar la inercia, el pesimismo,
Nación (en Cuba, protestar conlleva de 5 a 15 años de cárcel, como escarmiento). Su manual económico ha traído como consecuencia la destrucción de su aparato productivo, la eliminación de la clase media y la entronización de la incertidumbre. Como se ve, el nacimiento o renacimiento del populismo de izquierdas solo ha servido para hundir más a América Latina en el subdesarrollo y la ilegalidad, en nombre del rechazo al liberalismo o neoliberalismo y al capitalismo. Y sus negativas consecuencias son tangibles y visibles, por su odio a la economía de mercado y el desprecio a la libre oferta y demanda de bienes y servicios, que han sido, justamente, la clave y la base del desarrollo y el progreso del mundo moderno, pues incentivan la productividad, la competencia y la inversión extranjera.
Cruzarnos de brazos y permitir que se entronice ese discurso populista es dejar que se multipliquen la pobreza y la miseria, y que se agrave la crisis migratoria, lo cual tendría un impacto negativo en la seguridad, la salubridad y el empleo, en la región. Estas ideas populistas tienden a multiplicarse como el junquillo, y siempre hallan terreno fértil, en el seno de la masa popular hambrienta y pobre, presa fácil de dejarse seducir y persuadir por el discurso de resentimiento y odio a los poderosos, a quienes culpabilizan de sus desgracias, su marginalidad y su pobreza. Surgen líderes demagogos e ignorantes, como Hugo Chávez, un tosco militar golpista contra un régimen democrático (ex prisionero e indultado por un régimen democrático: el de Rafael Caldera), enemigo de la democracia, responsable moral e ideológico del pensamiento político autoritario, nacionalista y revolucionario del gobierno venezolano. Se trató de un caudillo ensoberbecido, afectado por la adulación de una masa de ignaros que, al expropiar los bienes privados y estatizarlos, provocó la parálisis del progreso y de la modernización. El populismo, pues, tiene una tradición golpista o caudillesca, militar o civil, que, lejos de producir igualdad y justicia social, ha creado más pobreza y subdesarrollo, y como tal, es enemigo de los sistemas democráticos. En el poder, estos regímenes populistas han arruinado economías e hipotecado el progreso futuro de muchas naciones, otrora ricas y prósperas (el populismo peronista-kirchnerista hizo lo mismo en Argentina, el país más rico de América Latina hasta los años veinte y uno de los más ricos del mundo). Sus recetas asistencialistas y estatistas han provocado, en la mayoría de los casos, cataclismos económicos de imprevisibles y siniestras consecuencias. Solo las democracias abiertas, liberales y modernas, con economía de mercado, inversión extranjera, estímulos a la empresa privada y reducción al mínimo de la intervención estatal, han logrado el crecimiento económico y el progreso material, que anhela y persigue toda Nación o país en vías de desarrollo.
Sin embargo, hay que destacar y reconocer, que el surgimiento de líderes y caudillos como Hugo Chávez fueron posibles, gracias a la corrupción gubernamental, a los privilegios y al dispendio, que sirvieron de caldo de cultivo para la irrupción de la tentación populista, que siempre se anida en la conciencia, el imaginario y la mentalidad de las masas populares. El delirio populista llegó al pueblo venezolano ante el hartazgo de los gobiernos democráticos, pero corruptos, que lo llenó de indignación, coraje e irritación, y lo condujo, desafortunadamente, por sendas erradas, desatinadas y torpes. Y a caer en los brazos mesiánicos de un personaje anacrónico y avieso como lo fue Hugo Chávez, y que este dejara como sucesor ilegal, tras su muerte (la peor desgracia), a una figura aún más grotesca, autoritaria, cínica y perversa: Nicolás Maduro. Como se ve, el remedio fue peor que la enfermedad. La catástrofe de esta Nación ha sido quizás su némesis: la traición a su ideal o su continuidad.
Chávez, discípulo tardío de Fidel Castro, fue lector, cuando era militar, del teórico marxista ortodoxo, el ruso G. Plejanov, autor de El papel del individuo en la historia, de quien aprendió muy bien las lecciones, para hacer uso autoritario del poder, suprimir las libertades, odiar y satanizar la democracia, el imperialismo, el capitalismo, a los poderosos, dividir la sociedad venezolana, y usar las malas artes para mantenerse en el poder. Y así lo hizo. Aprendamos la lección.
Chávez confesó que la lectura de Plejanov lo impresionó. “Lo leí cuando estaba en una unidad antiguerrillera en las montañas…Recuerdo que era una noche estrellada maravillosa en las montañas y lo leía en mi tienda de campaña con la luz de una antorcha… aquel maravilloso libro que hace muchos años yo cargaba en un morral”, dijo. Desde que lo leyó, clandestinamente, lo hizo buscando ideas en su proceso de formación política porque se creía –y sabía– destinado a jugar un rol histórico en su país. Dice que forró el libro para camuflarlo y “para que los superiores míos no me dijeran ¿Qué hace usted leyendo eso?”. Chávez se sentía heredero de Fidel Castro, pero no era un guerrillero triunfante y mítico como el cubano sino un militar golpista, acaso con espíritu guerrillero. Sí estaba persuadido de que tenía una misión histórica que cumplir. Si bien leyó con fruición a Plejanov, Chávez no tenía conocimiento de que había sido el padre del marxismo ruso y que había escrito ese libro, en 1898, cuando estaba muy unido a su discípulo Lenin, y cuando fundaron la revista Iskra (La Chispa). Estuvo exiliado de la dinastía zarista en Ginebra, y regresó, en 1917, cuando triunfó la revolución bolchevique. Hegeliano y anarco-populista en su juventud, creó el concepto de “materialismo dialéctico”. Creía en la idea de Thomas Carlyle de que la historia la construyen los Grandes Héroes (o los Hombres Representativos), pero siempre subordinados a la sociedad. Esa fue la raíz de la contradicción que tuvo Plejanov con Lenin, quien tenía la convicción de que la historia la hacen las masas, no los grandes individuos, y por tanto, el individuo debe subordinarse a las masas. De ahí que Plejanov creía en la idea de los “Grandes Hombres” como guías, visionarios, iniciadores, caudillos o líderes, que ven más allá que los demás, que las masas, y que están llamados a jugar un papel destacado en la historia, como hombres adelantados, iluminados y esenciales. Y así se sentía Hugo Chávez. Ese era su sueño, su utopía, su ideal, y de ahí la influencia que habría de ejercer sobre su pensamiento político socialista- bolivariano, la lectura de Plenajov, tal y como apunta Enrique Krauze, en su libro El poder y el delirio, cuando este dice irónica y tajantemente: “Él puede pensar que es plejanovista. Pero Plejanov, es seguro, no habría sido chavista”.