Hay momentos en los que hasta uno mismo se pierde la fe. Que llueven las excusas, el auto sabotaje y las mil formas de no hacer lo que en realidad queremos, y en el fondo, también sabemos que necesitamos. Debo tener alrededor de seis años postergando mis planes de regresar a la universidad y estudiar otra carrera. La misma cantidad de años poniéndome toda clase de excusas para no hacerlo.

El pretexto por excelencia, sin lugar a dudas, fue la falta de tiempo. Entre la rutina de trabajo, las ocupaciones de la casa y de la vida misma, el tiempo ha sido una excusa, no solo para estudiar, sino para tantas otras cosas más.

Para no decirme a mí misma que no lo intentaba, me apliqué la vieja confiable de la dificultad para conseguir los papeles.

Cuando el recurso de los papeles se me agotó, se me pasó la convocatoria para aplicar en la universidad y depositar mis papeles para los nuevos estudios.

A fin de cuentas, aquel reto se convirtió en una larga carrera de obstáculos que yo sabía con plena certeza que podía vencer, pero que no empeñaba todo mi esfuerzo en ello. Y yo estaba consciente. Claro que lo sabía.

Hace casi dos años, en plena pandemia, movida quizás por el ánimo que nos embargó a casi todos con matices más humanos, más cálidos y de apego a la vida, fui al liceo donde estudié a buscar mis papeles, para finalmente darme cuenta que lo que yo pensaba que eran papeles, era solo un certificado que se descarga desde la misma página del Ministerio de Educación. Y así mismo como murió esta excusa, fueron muriendo uno por uno los pretextos que falsamente sembré en mi cabeza.

¿El tiempo? El tiempo es siempre el mismo, solo hay que hacerlo y uno sí que sabe mover fichas y voluntades cuando realmente quiere hacer algo. ¿Los hijos? Uno suele subestimarlos y los muchachos, especialmente cuando ya van creciendo y dependen menos de uno, saben brindarnos el apoyo y el espacio. ¿Dinero? Aparece, igual como siempre uno busca la vuelta para los gusticos.

Así, sin más excusas, el último día de la prórroga que ofreció la universidad para depositar los papeles y pagar el primer cuatrimestre, deposité los papeles mínimamente requeridos y ya estoy de vuelta en las aulas.

Una semana después tomé mi primera clase, después de tantos años sin llamarle “profe” a nadie y bajo la nueva modalidad virtual, que para suerte mía, ya bien había practicado durante pandemia con mis hijos y que ahora, con tanto amor y paciencia, me devuelven el favor cuando me toca compartir pantalla o ajustar algo en Zoom y no se cómo hacerlo.

El entusiasmo me embarga, he comprado lapiceros, estuche, una cátedra para hacer apuntes, estuve a tiempo en mi primera clase para no perderme ni un solo detalle, hice mi primera práctica, participé en cada pregunta que pude y entre 6 a 10 de la noche, solo supe de mis hijos cuando se acercaban a mi mesa a verme tomando clases y me tiraban dos besitos. Con mucho respeto me concedieron mi espacio.

Hoy quiero compartirles mi alegría, el entusiasmo y el ánimo bonito que me ha regalado la decisión de hacer algo para mí y de paso motivarlos, que se vean en mí. Todos los adultos, y especialmente los padres, solemos hacer tanto para los demás; sin embargo, cuánto nos cuesta hacer algo para nosotros.

Que si ustedes, como yo, se aplican las mil y una excusas que nos aplicamos, es hora de hacerles frente y enterrarlas. El tiempo pasa como sea y nada lastima tanto como la incertidumbre de perder oportunidades.

A mis 42, con 20 años ejerciendo el oficio del periodismo, con una larga lista de oportunidades que la vida me ha dado para desarrollarme, pero con la consciencia más clara que nunca de que el talento, de poco sirve si no se cultiva, se forma y se alimenta. A mis años, con dos niños grandes, con un trabajo demandante, con grandes responsabilidades y con las mismas complicaciones de dinero que compartimos todos los adultos, he vuelto a la universidad.