La influencia de Kafka, en el Realismo Mágico y en un puñado de narradores contemporáneos, es proverbial: García Márquez, Borges, Cortázar, Onetti, Sábato, Nabokov, Dino Buzzati  o Kundera son inconcebibles sin el genio inventivo y creador del autor checo, de expresión alemana. Esa recreación mágica, de un mundo narrativo de pesadillas, donde se confunden y mezclan, la fantasía y la realidad, lo absurdo y la verdad, la magia y la verosimilitud, son de rotunda y perpleja eficacia argumentales. Así vemos, en su mundo novelesco, la absurdidad de una acusación criminal, en un proceso judicial: sin rostro, sin acusador y sin razones creíbles; o la sátira del contrato a un agrimensor que visita un castillo, al que nunca puede entrar, sin saber quién lo invitó o solicitó; o la pesadilla fabulesca de un hombre, que un día despierta convertido en un  horroroso insecto. De ahí que, sus creaciones narrativas, reflejan la imagen del hombre contemporáneo, encerrado en un laberinto solitario y angustioso: en un mundo absurdo y sin sentido, lleno de perplejidades e incomunicación con su entorno.

Escritor sombrío, que apostó siempre al fracaso, con un proverbial sentimiento de miedo al éxito –o a ser un autor de éxito–, sin embargo, poseía un enorme talento, que se negaba a reconocer, o a auto reconocerse. El espíritu kafkiano, desde su época, irradió y permeó el origen de la trama y del universo narrativo de una serie de escritores del siglo XX. En el mundo de ficción del autor checo conviven lo cotidiano y lo fantástico: escribió o describió eventos mágicos, inspirados en sucesos humanos, pero que parecen inverosímiles, o que ponen en crisis las leyes de la verosimilitud narrativa.  Creó una atmósfera narrativa, matizada de un burocratismo, que parece irracional y que desconcierta, acaso por lo macabro y agobiante, a lo que se ha denominado “lo kafkiano” –adjetivo o cualidad que creó el siglo XX. Es decir, es una forma de narrar que describe lo humano desde lo absurdo, de modo inesperado, y con un final sórdido, desconcertante y siniestro, lo cual ha generado interpretaciones teológicas y filosóficas de la de Franz Kafka.

Kafka crea, en el fondo, una especie de terror psicológico también absurdo: desvela la naturaleza de la burocracia, con sus leyes, sentencias, decretos y sistemas de vigilancia, donde se pierde o se esfuma la condición de persona. Hace así una crítica o sátira a la relación individuo-poder,  en que se refleja la arbitrariedad de las leyes, de carácter vertical e invisible, en una jerarquía  infinita del orden.

Judío sin sinagoga, Kafka, creyente, pero no practicante (algunos dicen que era ateo), oculta el orden divino como sucedáneo del orden humano; y de ahí que se colija, en su obra, una interpretación abierta sobre el pecado, la culpa y la rebelión del individuo frente a la voluntad divina: entre la creencia y la pérdida de fe. En las ficciones de Kafka, las personas son víctimas de una poderosa maquinaria de destrucción y dominio sobre los individuos. De ahí que sus personajes parecen indefensos y resignados a sus destinos, como si pagaran una culpa en la tierra por la comisión de un pecado o como si esperaran una expiación, a través de un chivo expiatorio. Así, vemos a Gregor Samsa, en La metamorfosis, que deja de comer hasta morir, sin perder nunca su raciocinio ni su condición humana, desde el punto de vista espiritual; y a Josep K, en El proceso, que no se defiende ante la ley ni ante la acusación y que espera, resignado y estoicamente, su ejecución, asesinado a cuchillada “como un perro”. Asimismo, vemos en Carta al padre, la tiranía del padre y en El proceso, la tiranía de un orden burocrático sin ley, donde la condena precede al castigo. En Kafka, en efecto, su obra literaria tiene un valor tanto moral como estético. Su biografía y la tragedia de su vida se transforman en una nostalgia del tiempo. En su historia personal pesa más el personaje (el yo biográfico) que sus personajes, y de ahí la mitología que encierra su vida de autor y el peso psicológico que ejerce sobre su obra de creación literaria.

En la mayoría de las tramas narrativas de sus ficciones hay una atmósfera angustiante, en las que suele haber un hilo conductor, que apunta al horror al poder, siempre a un poder determinado. Y en las que predominan formas diversas de encarar ese miedo: mediante el ocultamiento, la desaparición o la transformación (como en La metamorfosis). Es obsesiva en Kafka la presencia de una autoridad que da órdenes: el padre, el Estado o la burocracia. Muchas intrigas narrativas giran en torno a la relación hegeliana amo-esclavo. De ahí que, muchos de sus personajes, se sienten esclavos de un poder, invisible o visible, real o fantástico; o de un poder que inventa o se inventa él mismo como una paranoia ontológica del destino personal.

Otra relación de orden jurídico y psicológico es la relación culpa-vergüenza. Es decir, siente un sentimiento de culpa y vergüenza causado por su padre. Como se ve, Kafka se sentía un ser apocado y opacado por el poder autoritario y déspota de su padre, pero que quizás no era tal, sino sobredimensionado por su complejo enfermizo de identidad, su culpabilidad patológica  y su debilidad de carácter. En efecto, vivía con la paranoia de una falsa percepción de amenaza por su fragilidad de personalidad, y de ahí que se auto flagelara como un Tartufo y no valorara sus fortalezas, sino solo sus debilidades. Veía así en su padre un espíritu práctico y emprendedor, mientras se veía a sí mismo como un ser melancólico, frágil, contemplativo y soñador, que solo quería escribir. El sentimiento de inferioridad, en Kafka, se interpreta como un sentimiento de vergüenza. El miedo al poder lo paralizaba, y por eso sobresale como una fuerza obsesiva en sus narraciones, y que se convirtiera en el centro de gravedad de sus argumentos ficcionales. Su obra es, en efecto, y en gran medida, una búsqueda de sentido al absurdo del poder.

Se percibía siempre como un extranjero, un apátrida del mundo: alguien que vivía en los bordes de un tiempo hostil, en el “laberinto de una soledad” que lo angustiaba, pero que alimentó sus creaciones narrativas. Ese mundo que sentía es el que nos quiso transmitir y dejar como testamento, testimonio y legado simbólico; y como profecía, pesadilla y destino, a lo que se denomina “lo kafkiano” –parecido a “lo siniestro” en Freud. Kafka nos retrata, en el fondo, un mundo futuro donde la culpabilidad –sin razón ni justificación ni explicación–  cae sobre el individuo, como un antema, al no poder alcanzar el sosiego y la paz espiritual que anhelaba, soñaba, buscaba y deseaba. Frente al poder que lo humillaba y deshumanizaba, Kafka usó, como mecanismo de defensa y compensación, la escritura –es decir: la literatura–, el oficio de la palabra que, extrañamente, quiso borrar, al no querer dejar como legado sus manuscritos a la posteridad (pacto que incumplió su amigo Max Brod, ya se sabe). Esto también lo revela –o lo delata—como un ser inseguro, acomplejado y de baja autoestima, incapaz de reconocerse a sí mismo y de auto conocerse; es decir, de reconocer su talento literario, lo cual refleja: o un elevado rigor o una autocensura o un miedo a ser leído por sus amantes, su padre, sus hermanas o sus amigos, tras su muerte. Lo que hace Brod es traicionar los testamentos de su amigo, que se convierte en su albacea y editor, gesto que desdice la voluntad del autor; pero que la historia de la literatura no tiene como pagarle esta desobediencia, quedando Brod como su alter ego, protector, editor-coautor. Y como una leyenda, vital para que la obra y el legado de Kafka sobrevivieran y perduraran, como, en efecto, han sobrevivido y perdurado. Un par literario (o alter ego), de colaboración, confidencialidad, complicidad, fidelidad y hermandad, en la historia de la literatura, es este de Kafka y Brod –como el que se dio entre Borges y Bioy Casares.

Kafka solo quería vivir para escribir bajo la luz de una lámpara: era su obsesión, su anhelo, su deseo y su voluntad,  o el sentido como concebía la vida. Escribir era para él, una religión, un ritual, una forma de oración para conjurar la soledad, el miedo y la angustia. Para  su vida desesperada y angustiada, construyó un castillo como refugio, una coraza o caparazón, como el de los escarabajos (como en La metamorfosis), para protegerse del mundo exterior. Es decir, edificó un mundo interior –lleno de pesadillas, miedos y angustias— en el que pudo escudarse para escribir, narrar y crear personajes que fueran la extensión –o expresión– ficticia de su drama psicológico, de su tragedia individual, de su tormenta existencial. Kafka construyó fortalezas y guaridas simbólicas para esconderse o protegerse de los poderes que lo amenazaban –y que amenazan al hombre. De ahí que se refugiara en la soledad, el silencio y la escritura, como una manera de matar la ansiedad y la angustia que lo perseguían. O como un mecanismo de defensa ante el tedio, el trabajo y el celibato.

El sustrato de gran parte de su obra representa una sátira y una crítica, a un tiempo, a los estados totalitarios  –a los sistemas totalitarios o poderes totalitarios–, desde la familia hasta el Estado (como vemos en El proceso y Carta al padre). En el microcosmos de sus tramas narrativas subyacen panópticos de vigilancia y castigo. Como se sabe, Kafka exploró y se nutrió de su entorno cotidiano, para construir sus argumentos narrativos, desde el poder familiar (padre-hijo) hasta el poder de la administración burocrática (el Estado-y su yo). Su imaginario verbal preconiza –o prefigura– los totalitarismos (sistemas penitenciales, penales o inquisitoriales) con una crítica corrosiva y mordaz, y a la vez, con ironía y humor negro, a las jerarquías de poderes. En Kafka se aprecia, en síntesis, una crítica simbólica al despotismo del Estado burocrático, a la maquinaria demoniaca de la burocracia, caracterizada por una hegemonía del poder sobre los individuos. El héroe —o antihéroe– Josep K, de El proceso, representa al ser abrumado por el peso del poder; es juzgado sin juicio y sin delito, o por un delito que desconoce y que se le niega el derecho saberlo, es decir, es juzgado sin sentencia, por un tribunal sin rostro, invisible, que termina degollándolo, impunemente, orden ejecutada por dos policías anónimos.  Esta alegoría es, en resumen, una radiografía del abuso del poder de un orden político e ideológico invisible, que se adueña de sus ciudadanos.