Recuerdo cuando aquí nos espiaban día y noche, tiempos en los que se hablaba bajito y con miedo. Nadie podía quitarse los espías de encima; teníamos que aprender a esquivarlos igual que al perro rabioso del vecino.

En Madrid, durante la dictadura de Franco, el ojo insomne e invisible de la Brigada Central de Información vigilaba a los estudiantes, y hasta llegaron a interrogarnos en los sótanos de la Puerta del Sol.

Años después, trabajando en Puerto Rico, me visitaron dos agentes acechadores del FBI: querían saber de mi amistad con mi querido compueblano el Dr. Franklin Leroux Morales, quien había participado en la revuelta del 65 del lado constitucionalista. Esos agentes conocían mis amistades y el color de mis pantaloncillos.

Los espías no tienen escrúpulos ni se andan con delicadezas, poseen una peculiar personalidad que los hace disfrutar su oficio. Sirven a intereses específicos en tiempos específicos. Se convierten en adictos de las concesiones que reciben y al dinero que acumulan. Pueden resultar letales…

Para los que no lo sabían, que lo sepan: ha sido entretenimiento para muchos presidentes dominicano escuchar cintas grabadas por sus expertos favoritos en información. Grabaciones sobre la vida, milagro, y debilidades de colaboradores y adversarios. Peor aún, a unos cuantos no le tembló el pulso a la hora de utilizar maliciosamente el contenido.  El espionaje, en todas sus versiones, tiene mucho tiempo entre nosotros y ha hecho mucho daño.

Resulta humillante, violento y violador de todo derecho ciudadano, el que a cualquier persona se le rompa el santuario de su intimidad en busca de pifias, confidencias, secretos, o transacciones privadas. Y trágico e injustificable, si esas informaciones se ofertan al mejor postor.

Llámense agencias de Inteligencia, de información, de seguridad pública, o de lo que sea, desde el momento en que sus perversas cosechas – en la mayoría de los casos ilícitamente colectadas- sean utilizadas con fines ajenos a la seguridad nacional, se convierten en centros de espionaje.

En estos días, cuando somos testigos de lo nunca visto, escuchamos a los involucrados en el escándalo INTRANT reclamar su derecho para manejar la seguridad nacional; derecho que otorga y certifica un inexplicable contrato con las Fuerzas Armadas. Los protagonistas se enorgullecen de ser indispensables a la hora de combatir el crimen, vigilar la frontera, y luchar contra el narcotráfico. Argumentan que son “profesionales de la captación de información” a los que ampara las leyes de la república.

Tradicionalmente, las informaciones de inteligencia requerida por los gobiernos se obtienen a través de los departamentos de inteligencia de las fuerzas armadas y el DNI. Instituciones al servicio de la seguridad nacional. No obstante, siempre existieron “agentes independientes”; espías que, a cambio de sus degradantes pesquisas, reciben favores y dineros del Estado.

Ahora comenzamos a conocer algunos de esos agentes, y a saber que se ganan la vida como empresarios de la información; hombres de negocios que cuentan con equipos de vigilancia tan sofisticados y precisos que ni el Estado puede costeárselo. Y -algo insólito- el gobierno de Danilo Medina los contrató para encargarse de la seguridad nacional (perla de la estrambótica criolla). A nadie en el mundo le pasaría por la cabeza que la CIA, la inteligencia rusa, la inglesa, o la de cualquier otro país pudieran estar manejadas por compañías particulares. ¿Habrase visto cosa igual? “Only in Dominican Republic…”

Para los que observamos desde afuera, incapacitados para desenredar esa madeja, todo esto es perturbador y siniestro. No así para los que desde adentro conocen la lógica en la que operan, los beneficios que disfrutan, y reclaman esa licencia 007 que les fue otorgada.

Todo esto me hace recordar la genial tira cómica “Espía contra espía”, de la revista satírica Mad, creada por el caricaturista de origen cubano Antonio Phía y publicada por casi 60 años. Pero creo, que más que una simple caricatura este escándalo es una tragicomedia.