Me recuerdo recién divorciada en la misa que se oficiaba para la boda de una gran amiga en la que el cura les aconsejaba a los nuevos esposos algo así como depurar su círculo y desechar -no logro encontrar un término menos cruel- a esas amistades divorciadas porque, según él, en ese momento no serían una buena influencia y sí fuente de muy malos consejeros para la pareja.
Aquella "sutil" sugerencia me sacudió. Sentada en el banco me espanté sin disimulo, abrí los ojos, miré a mi alrededor para buscar adeptos y al verme sola sin aliados, mi espalda de repente se enderezó y me incorporé como soldadito preparando mi dignidad ante cualquier otro comentario del religioso. Me sentí atacada. Fue la primera vez que caí en cuenta, después de mi divorcio, que ya pasaba a formar parte de un club quizás no muy codiciado y socialmente marcado.
Desde que el matrimonio cae en crisis y se habla de la posibilidad de divorcio como una única salida, la gente apunta siempre a cuestionar los esfuerzos porque casi siempre cuando una pareja se plantea la separación es porque ya se han agotado todos los recursos. Desde largas charlas en el sofá de la casa, intentar avispar la cama, un viaje sin muchachos y hasta costosas sesiones terapéuticas con un especialista, todo en nombre de salvar el matrimonio, al precio que sea.
Sin embargo, a pesar de esos esfuerzos íntimos, que más adelante se vuelven de dominio público, como un acto de defensa y justificación, injustamente se nos asocia al fracaso, al desacierto y a veces hasta a la falta de voluntad. Pero, díganme, ¿quién se casa para divorciarse? Casi todo quien se casa lo hace con la intención de que sea para toda la vida; no conozco a nadie que se haya casado sin esa ilusión de que el matrimonio es para siempre; y creo, que todos, desde nuestra realidad, hemos luchado por salvar la unión fallida.
De muy joven, mucho antes de tener siquiera una idea del gran esfuerzo y la inmensa sabiduría que requiere la convivencia, muchísimo más que el mismo matrimonio en sí, recuerdo que yo afirmaba, con seguridad, que “el día que me case será para toda la vida y el divorcio no será una opción”. Ahora me recuerdo en esa y lo que me da es risa y hasta pena mi grandísima ignorancia y enorme desconocimiento. Así mismo como yo, muchísima gente apuesta a ese absurdo y lo da como verdad. Desconociendo el sacrificio y el pesar que significa mantenerse en una relación disfuncional en la que si, en el mejor de los casos, hay amor, entonces falla la comprensión o el respeto.
Hace días leí a alguien descalificando a los divorciados para opinar en temas de casados y referentes al matrimonio. Que no, que los divorciados no podemos meter la cuchara en esos temas, porque de matrimonio no sabemos un carajo, según aquel planteamiento. Como si uno no tuviera el derecho, como todos, casados o no, a opinar en esos temas y mejor aún, desconociendo que, divorciado al fin, uno sabe perfectamente y hasta con cierta ventaja lo que no quiere ni acepta en una relación.
Sin ánimo de romantizar el divorcio, pero pocas decisiones requieren de tanta valentía como poner fin a un compromiso que se asumió bajo la ilusión del amor eterno y que se agrava aún más cuando esa unión procreó hijos y forjó un vínculo para toda la vida. Nadie nos reconoce la madurez que se requiere hasta intentar llevar una relación diplomática con la expareja, para tratar de llevar la fiesta en paz. La entereza que toma pasar la página y, más aún, cuando una de las partes se ha quedado enamorada y le toca ver a quien fue su amor ahora de brazos del de turno.
Decirse a uno mismo que falló, que se equivocó y que aquello no funcionó, no es cualquier cosa. Aceptarlo y asumirlo en paz es para campeones.
Ahora, ¿hablamos del dolor del buen padre al que, después de compartir techo naturalmente con sus hijos le toca verlos cada quince días por solo dos noches? Porque poco se ha hablado de esa cara de la moneda que trae consigo la decisión del divorcio y que a los hijos, como a los padres y de manera especial, al hombre, les toca aceptar y aprender a vivir con ello.
El esfuerzo y el valor que requiere enfrentar la hora brava de empezar de cero, de explicar a los hijos, a los amigos, a la familia y asumir una decisión tan grande de separar el camino para andar solos, cada quien por su lado, tiene un mérito que, aunque nadie lo busca ni lo anhela y anda lejos de lo ideal, también es parte de la vida, está ahí y nadie nos lo puede quitar.
Si el matrimonio, la convivencia, el día a día, no son fáciles, el divorcio tampoco lo es.
Así las cosas y aludida al fin, las líneas de hoy son una defensa personal en nombre de todos los divorciados. Reconociendo en nosotros, la valentía, la entereza y la certeza de haber tomado una decisión a favor del amor propio y en el caso de los hijos, en nombre de sentar el ejemplo del amor funcional y verdadero. Porque, a fin de cuentas, el mejor ejemplo que se le puede dar a un hijo no es precisamente el aguante de quedarse en un matrimonio en el que el amor hace muchísimo tiempo zarpó, sino desde el respeto y la felicidad de una decisión dolorosa, pero satisfactoria al fin.
Que mi defensa no alcance para maltratar ni robar luces al matrimonio, porque si algo me toca admitir es que nada supera al encanto de dormir abrazada todas las noches y contar con la dicha de tener un verdadero compañero en casa. Por suerte, existen las oportunidades y el juez civil, si lo requieren y les hace falta, siempre estará a la distancia de una llamada y unos pocos miles de pesos.