Aquel 30 de mayo de 1961 estaba supuesto a ser como cualquier otro en Ciudad Trujillo. De hecho, transcurrió sin novedades importantes, hasta que anocheció. La gente se levantó y marchó a sus trabajos a cumplir con la acostumbrada faena. Los funcionarios y empleados públicos acudieron a sus dependencias, y los del sector privado a sus empresas. Esa mañana, el designado presidente de la República, doctor Joaquín Balaguer, con su tono pausado, anunció la trascendental noticia de que pronto el gobierno liberaría a los presos políticos que mantenían llenas las cárceles desde enero de 1960 y, además, dijo que en mayo de 1962 se celebrarían elecciones generales, a las que se entendía se presentaría el Jefe como candidato presidencial sin contrincante. El Jefe había designado en 1952 a su hermano Negro como presidente luego de cumplir dos períodos porque a él nunca le gustó el tercer período consecutivo. En dos ocasiones, luego de dos períodos consecutivos, designaba a otro, aunque él seguía siendo sin la menor duda el verdadero caudillo de la nación. Así lo hizo en 1938 y en 1952. Pero en las llamadas a celebrarse en 1962 el Jefe sería el candidato y por tanto el presidente nuevamente.
De todas maneras, nada parecía turbar la tranquilidad del país ni la marcha del gobierno. Pero la cosa no estaba tan tranquila como aparentaba. No. La noche de ese día no iba a transcurrir igual de tranquila. Al contrario, sería muy agitada, como nadie siquiera podía sospecharlo. Esa noche en la Ciudad Primada de América iba a ocurrir un acontecimiento de envergadura nacional e internacional, que cambiaría de manera radical la vida del país. En las afueras de la ciudad, camino a San Cristóbal, donde pretendía verse con una de sus tantas amantes, sería acribillado a balazos y su cadáver depositado como un cerdo cualquiera en el baúl del carro propiedad de Antonio de la Maza, nada menos que Rafael Leonidas Trujillo Molina, el Jefe que llevada 31 años gobernando esta media isla como un César.
¿Quién en la mañana lo podía creer? Obviamente, era impensable un hecho de esa naturaleza, pese a que el temible Servicio de Inteligencia Militar, que dirigía el siniestro Johnny Abbes, había detectado e informado al hermano del dictador, el ex presidente Héctor Bienvenido Trujillo (Negro), y al propio Jefe, de ramificaciones conspirativas. Más aún, el SIM había proporcionado incluso los nombres de algunos de los que tramaban matar a Trujillo. Pero Negro se desatendió del asunto diciéndole a Johnny Abbes que le presentara el informe al Jefe porque él no podía hacer nada sin su consentimiento. Pero cuando éste se lo presentó, el Jefe no hizo caso. Agarró el informe que detallaba la conspiración y los nombres de los conjurados y lo tiró en su escritorio diciendo que luego lo leería y le daría instrucciones. Pero nada pasó. No vio el informe ni dio instrucciones. Estaba llamado a morir esa noche, a sangre y fuego, como él había vivido.
Se tiene la creencia de que en sus días finales el Jefe presentía la muerte. En abril, a bordo del Yate Angelita, frente a las costas de Barahona, le saltó a sus allegados con esto: “¿Quién de ustedes será el Judas que me va a vender? ¿Cómo, Jefe? Respondieron algunos. El Jefe, entonces, replicó con más contundencia: “Sí, sí, como lo oyen. Alguien de ustedes me va a vender”. Días después, en el mismo yate, volvió a hablar de su presentimiento. Dijo: “Pronto voy a dejarles”. Don Cucho, sorprendido, preguntó: “¿Por qué dice usted eso, Jefe, se siente usted enfermo? “No señor, yo estoy completamente bien, pero voy a dejarles; y no hablemos más de eso”, respondió exhibiendo su famosa sonrisa enigmática y sarcástica.
Algunos atribuyen esos presentimientos a ciertos desequilibrios mentales, que lo hacían perder la agilidad mental que en otras épocas fue muy notoria en él. Pero al margen de esos presentimientos, en muchos círculos flotaba un raro aire que presagiaba la inminencia de acontecimientos que podrían tener un desenlace trágico. Tal vez hasta el propio Trujillo presentía ese desenlace trágico.
Aun así, el Jefe no cambiaba sus costumbres ni demostraba la menor preocupación. Aquel martes, su último vivo, como de costumbre, se tiró de la cama a las cinco de la madrugada rayando. Tan pronto se afeitó y se bañó se vistió un elegante traje blanco de casimir inglés. Minutos después llamó al presidente del Partido Dominicano, Virgilio Álvarez Pina, don Cucho, para informarse de las novedades políticas del día. “Nada nuevo, todo está normal y bajo control”, le respondió el viejo Cucho. Ya a las seis inicia su caminata matinal en los alrededores de su casa. Luego desayunó solo con una tasa de consomé de pollo. Caminar y comer frugalmente eran hábitos que El Jefe mantenía para cuidar su salud, que en esos días no andada bien, debido a problemas en la próstata, que se habían complicado con el consumo frecuente de Brandy español Carlos Primero. Con frecuencia el Jefe perdía el control de su conducto urinario, ocurriéndole en un par de ocasiones en banquetes públicos, y eso le atormentaba mucho.
Como a las nueve de la mañana llegó a su Palacio, donde de inmediato despachó asuntos rutinarios. Pero al ratico quiso ir a la Aviación, como le decía a la Base Aérea de San Isidro. Allí monta en cólera al observar en la entrada una llave botando agua. Sus acompañantes lo escuchan repetir: “Cuando mi hijo estaba aquí, estas cosas no sucedían”. Más que alabar las condiciones de Ramfis, buscaba disminuir las del jefe de la Fuerza Aérea, Virgilio Trujillo, y las de José René Román Fernández, alias Pupo, Secretario de las Fuerzas Armadas, a quién Trujillo en público trataba con la punta del pies.
Tan pronto regresó al Palacio mandó llamar a Pupo y en tono enérgico y desconsiderado le informó de esa anomalía. Almuerza en el Palacio y luego se traslada a Estancia Ramfis. Echa su acostumbrada siesta y sale de su aposento vestido en traje militar verde oliva, que era una señal de que en la tardecita o en la noche saldría hacia San Cristóbal.
Y efectivamente, así ocurriría, solo que no llegaría a su destino. En el camino, la muerte en forma trágica lo interceptaría. Pero antes de salir a su último viaje, el Jefe iba a hacer su caminata nocturna, que se había convertido en todo un ritual. En esa caminata, que consistía en caminar por la calle Máximo Gómez hasta la George Washington, amén de que el tránsito por esa zona se detenía y decenas de hombres del SIM patrullaban el área, Trujillo atendía muchos asuntos de Estado. Siempre era acompañado por funcionarios, a los que luego de escucharlos les daba instrucciones. Esa noche lo acompañaban, entre otros, Pupo Román, don Cucho Alvárez, Paíno Pichardo, Arturo Espaillat, Johnny Abbes y Miguel Angel Báez Díaz. Este último estaba llamado a ser, minuto después de la caminata, el hombre clave en decirle a los conjurados que siguieran esperando, que no se desesperaran, porque el hombre iba, con toda seguridad, a San Cristóbal.
Al llegar a la George Washington se sentó un rato a descansar y allí le pidió a sus acompañantes que le contaran los últimos chismes. Al hombre le encantaba los chismes y los usaba de manera cínica contra los personajes. Hecha esa breve parada prosiguió hacia el Este a lo largo del malecón. Pasó frente al Hotel Jaragua, construido por él, hasta detenerse en el Obelisco que está al frente del Partido Dominicano, donde funciona hoy el Ministerio de Cultura. Ahí le ordenó a Pupo subirse con él en su limusina, y en vez de volver a su casa, como hacía, ordenó a su chofer conducir a la Aviación. Quería enseñarle a Pupo la llave que derramaba agua. Al llegar allí le recriminó en forma airada delante de sus subalternos. Pupo se sintió humillado, pero eso no le importaba al Jefe. Es más, Trujillo disfrutaba humillar a sus funcionarios. Como a las nueve regresó a su casa, donde permaneció solo diez minutos. Afuera lo esperaba su chofer Zacarías de la Cruz, en el Chevrolet Belair 1957, azul claro, con cortinas.
Trujillo bajó las escaleras y antes de sentarse en el asiento de atrás ya un ayudante había colocado un maletín marrón que llevaba las iniciales RLTM en el asiento delantero. El maletín contenía una respetable suma de dinero a ser usados en asuntos de “Hacienda Fundación” y en algunos casos de fuerza mayor. De ahí pasó por la casa de su hija Angelita, se despidió de ella, y se marchó a juntarse con su destino. Ella sería la última de sus familiares en verlo vivo. No se imaginaba que estaba a escasos minutos de la muerte, esa de la que nadie regresa, y que no tiene distinción ni respeta a reyes, ni emperadores ni dictadores.
Mientras eso pasaba, por el otro lado, los complotados se preparaban para matar al tirano. Habían intentado hacerlo antes un par de veces, pero no había funcionado. Ocurrían imprevistos a última hora que frustraban el plan. Pero esa noche sería definitiva. El Chacal sería interceptado y cocinado a tiros. En verdad, el llamado Grupo de Acción, estaba preparado para dar el golpe el miércoles. Pero a última hora, a eso de las siete de la noche, el teniente Amado García Guerrero, miembro del Cuerpo de Ayudantes del Jefe, avisó a su amigo Salvador Estrella Sahdalá, quién lo había enrolado en el complot, de que esa noche el hombre iría para San Cristóbal. Aunque no se hallaban totalmente preparados, porque incluso tres miembros del Grupo de Acción se encontraban en el interior, prevaleció la idea, sobre todo de Antonio de la Maza, de que no se debía desaprovechar la oportunidad. Incluso el mocano llegó a decir, en tono enérgico, que si los demás no se decidían, él iría solo a la Avenida a matar a Trujillo. El caso es que el grupo, a la carrera, se puso en movimiento. Buscaron las armas y los tres vehículos que habían preparado, y se fueron a la Avenida a esperar al Jefe.
A eso de las 8.30 P.M todos estaban en sus posiciones. En uno de los carros iba Pedro Livio Cedeño y Roberto Pastoriza, y en otro, en una posición más delantera, iba solo Huascar Tejeda. En el otro vehículo, iban Antonio Imbert Barrera, Antonio de la Maza, Amado García Guerrero y Salvador Estrella Sahdalá. Estos se colocaron junto al Teatro Agua y Luz en acecho del carro de Trujillo. Cada uno de ellos llevaba su revólver o pistola y tenían también una escopeta de cañón corto y dos M-1. Estaban armados hasta los dientes.
Esa noche esos siete hombres reunieron el coraje de la nación entera. Iban a convertir aquella noche en una noche luz. Allí estaban esperando a su presa, un tanto tensos y a punto de abandonar la cacería, cuando poco después de las diez apareció el Chevrolet Belair de Trujillo, pasó por la feria y tomó velocidad. Al verlo, los cuatro hombres del primer vehículo se prepararon para entrar en la historia y en la gloria. Ninguno se acobardó. Era la hora soñada y muchas veces planificada. Eran hombres valientes y no iban a fallar. Cada uno tenía una razón o varias razones para actuar sin contemplación contra el tirano. Y así lo harían, para salvar la nación de sus garras y de la vergüenza de no haber actuado antes. Cada uno agarró su arma y se dispuso a encontrarse con el tirano para acribillarlo. No había manera de salvarse de esta.
Trujillo iba en el asiento de atrás y solo con Zacarías de la Cruz, que llevaba 18 años siendo su chofer. Mejor escenario era insoñable. El carro de los complotados lo conduce Antonio Imbert Barrera, quien de inmediato le cae atrás al del dictador. Cruzan varios puntos y hasta ese momento ni Trujillo ni Zacarías se percatan de que están siendo seguidos. Pero de repente Zacarías se da cuenta y advierte a Trujillo. Pero ya era tarde. Imbert alcanzó el carro del tirano y Antonio de la Maza disparó el primer tiro, casi mortal. Esa gloria es del mocano. El era el alma de la conspiración y es él quien dispara el primer tiro. Amadito, que iba en el asiento derecho de atrás, también abre fuego. Entonces el Chevrolet forzosamente se paró y los complotados siguieron de lado por la velocidad que llevaban. Pero dieron la vuelta rápidamente y en cuestión de segundos ya estaban frente al Chevrolet prestos a terminar la obra. Dicen que Trujillo pudo agarrar un revólver corto calibre 38 y disparar algunos tiros. Eso no está del todo claro. Quien sí presentó una feroz batalla con sus dos ametralladoras fue Zacarías. Pero los atacantes estaban decididos a terminar con la vida de Trujillo sin demora. Salvador Estrella Sahdalá y Amadito cubrieron a Imbert y a De la Maza y estos cruzaron el pavimento en la oscuridad disparando. De la Maza dio la vuelta por detrás y se encontró con Trujillo herido. Levantó la escopeta y disparó varias veces, impactando mortalmente a Trujillo. Al tirano se le escuchó gritar, como él hizo gritar a muchos, “Ay, ay, ay, ay…”.
El generalísimo era ya historia. Era un cadáver. El y su Era.