Monseñor Fernando Arturo de Meriño, Arzobispo de Santo Domingo entre 1885 y 1906.

1.- El padre Meriño entre el altar y la política

Cuando aquel 24 de abril de 1856, recibió Fernando Arturo de Meriño, en el oratorio privado del anciano Arzobispo Portes, la consagración sacerdotal, estaría muy lejos de pensar en las glorias ingentes y los amargos sinsabores que la vida le depararía. Tenía atracción por la política y el ejercicio del poder- sólo sabe Dios si en similar proporción por servir al altar- y quedaría atrapado en sus  garras fieras e impenitentes hasta los días de su ocaso vital.

Y es que como recientemente nos ha recordado el lúcido pensador Robert Kaplan en el admirable ensayo titulado “La mentalidad trágica. Sobre el miedo, el destino y la pesada carga del poder” (Editorial RBA, 2023), la verdadera tragedia del poder consiste en “una aguda conciencia de las limitadas opciones a nuestro alcance, por muy extenso que sea el paisaje que se abre ante nosotros. El nuestro es un mundo de restricciones”.

El padre Meriño pudo ver de frente muy temprano el rostro trágico del poder, cuando a menos de un año de su primera responsabilidad sacerdotal como párroco de San Bartolomé, de Neiba, y tras resultar electo diputado al Congreso Constituyente,  recibió la orden de pasar al campamento del general Santana cuyas huestes sitiaban la capital de la República.

Y así, quien apenas con 26 años había sido nombrado Administrador Apostólico de Santo Domingo, ya en uno de sus célebres sermones en la Catedral de Santo Domingo, pronunciado el 27 de febrero de 1861, faltando apenas días para consumar Santana la anexión a España,  puso el dedo en la llaga en torno a una de nuestras principales dolencias patrias: el egoísmo, cuando exclamó:

¿Sabéis por qué no hemos tenido paz entre nosotros mismos? Porque no han faltado egoístas. ¿Sabéis por qué hay partidos políticos y no acaba la desunión? Porque hay egoístas? ¿Sabéis lo que llevará a la patria a una total y funesta ruina? ¡El egoísmo! egoísmo! vicio nefando! Yo te maldigo en nombre de la religión! mil veces te maldigo en nombre de la humanidad…!”

Y entre destierros y retornos, llegó el 1880, en que el padre Meriño- recordemos que no sería Arzobispo sino hasta 1885-  talento de excepción, de la mano de Luperón y como una de las grandes luminarias del partido azul, le correspondió ejercer la más alta magistratura del estado hasta 1882. Eran días tormentosos de asonadas y revueltas internas; de pujos modernizantes e incidencias foráneas en nuestros destinos.

Y se vio enfrentado el hombre de gobierno al dilema irreductible de preservar el orden o dejar el país encaminarse irremisiblemente hacia la deriva indetenible de la anarquía.

2.- El decreto de San Fernando y el dilema trágico del Meriño sacerdote y gobernante. Contexto de una decisión controvertida ante la inminente insurrección del general Cesareo Guillermo

Hombre prolífico en tantas facetas, sin descontar carnales liviandades que dieron origen a descendencia ilustre, desde la cima del poder se vio Meriño enfrentado a la decisión más dramática de cuantas debió adoptar a lo largo de su agitada como intensa travesía vital: el famoso decreto de San Fernando del 30 de mayo de 1881.

Sobre esta dramática decisión se han dado no pocas y controvertidas interpretaciones, unas más plausibles, otras más virulentas y sesgadas. Conviene, por tanto, con ánimo reposado y mente clara, aproximarse a las circunstancias imperantes en que el sabio levita se vio precisado a la adopción de tan desconcertante como drástica medida.

Cabe recordar que, en esencia, el controvertido decreto de San Fernando dispuso que todo aquel que tuviera por propósito subvertir el orden político legalmente establecido sería sometido a Consejo de guerra en su jurisdicción y de ser sorprendido con las armas en las manos se le condenaría a la pena capital.

¿Qué condujo al Padre Meriño y al Consejo de Secretarios de Estado en pleno a adoptar tan severa medida?

Florecían como hierba en tierra fértil las asonadas e insurrecciones. Cabe recordar que durante su gobierno de produjo la revolución de “El Algodonal”, que en los predios del Este encabezara el general Braulio Álvarez y la cual fue sofocada gracias a la astucia y el valor del temible Ulises Heureaux, ministro de la guerra y quien como recordara el prolífico historiador Vetilio Alfau Durán: “ya desde el triunfo del combate de PORQUERO, en 1879, era el hombre fuerte de la República”.

Sofocada a sangre y fuego dicha rebelión, le fue aplicado a sus principales instigadores el famoso decreto de San Fernando y 18 prisioneros fueron sentenciados a pena capital en el cementerio municipal de El Seibo, el 29 de julio de 1881.

Cabe sumar a este la del  general Octavio Rodríguez, quien se alzó en Montecristi el 26 de julio de 1881, creyendo falsamente, que contaría con el respaldo del general Benito Monción. Allí, en las candentes comarcas noroestanas, se escuchó su estentóreo grito, apagado en ciernes “¡abajo la dictadura!, ¡abajo Meriño! y ¡viva el general Monción! “.

Pero si ya precitadas insurrecciones  dejaron  desazonante impronta, fueron las informaciones de inteligencia que manejaba el astuto Lilís de que el general Cesareo Guillermo preparaba una expedición armada desde Puerto Rico, las que explican el motivo fundamental de la adopción del decreto de San Fernando.

En efecto, el 30 de julio de 1881, arribó  a la playa de Punta Cana, a bordo de la goleta ADELA, cuyo propietario era el Alcalde de Ponce, Puerto Rico, el general Cesáreo Guillermo.

Con él arribaron a la costa los poetas Rafael Pérez Castro, hermano del célebre general Santiago Pérez, autor de la muerte del poeta Eduardo Scanlan, Vidal Martínez, Quintino Méndez y varios oficiales subalternos. Y desde allí, como recordara Don Vetilio Alfau Durán, se dirigieron a pies a  Cabo Engaño y al Macao y tras caminar dos días por difíciles y tortuosos senderos, arribaron a Higuey.

Para dimensionar la peligrosidad de la acechanza que se cernía, conviene tomar en consideración que la insurrección  del general Guillermo tenía el respaldo pleno en hombres y pertrechos, del capitán general de Puerto Rico y es lo que explica que más de cien soldados de la isla del encanto y soldados españoles formaran parte de sus tropas a las que se unieron en Higuey, entre otros,  los generales Manuel Durán, Félix Chalas, Tomás Mercedes Botello, Filemón Lappot y José L. Julián, entonces Jefe Comunal.

De tal magnitud fue el levantamiento de Guillermo, cuyo  liderazgo en la región este era innegable, que en misiva que enviara Lilís a Meriño desde el escenario de los hechos, le informaba lo siguiente:

De Higuey no se quedó nadie que no tomara las armas, todos formaron filas bajo la jefatura del jefe Cesáreo, recordando que cuando su Presidencia los higüeyanos tuvieron siempre abiertas de par en par las puertas del Palacio de Gobierno”,

Aunque valetudinario, el general Eugenio Miches, que comandaba en el Seibo, se dirigió a Santo Domingo en busca de apoyo logístico por parte del gobierno para enfrentar a los insurrectos, no sin experimentar en su vida en aquellos momentos aciagos una sacudida trágica, pues su hijastra, Doña Crucita Herrera, era la esposa del general Guillermo.

Si fue trágica y desoladora la ejecución de los insurrectos de El Algodonal, nada detuvo a Meriño, amparado en la diestra sanguinaria e inmisericorde de Lilís, para continuar con el empeño indetenible de implantar a sangre y fuego el orden en la república turbulenta.

Así  escribe desde San Juan el 3 de agosto de 188, a su ministro de Interior:

“…ayer noche he recibido la comunicación de ese Ministerio de fecha 30 de julio último, en la cual me participaba ud. lo de la captura de los Grales. Julio Frías y Ramón Pérez, de los oficiales Eustaquio Sánchez y Tomás López, y del ciudadano Lico Guerra, quienes por haber sido aprehendidos con las armas en las manos en la facción del cabecilla Braulio Álvarez, fueron ejecutados conforme el decreto del 30 de mayo de este año.

Ellos provocaron la severidad de la ley fabricándose su condigno castigo. Yo, aunque sintiendo profundo pesar, inclino la frente ante la majestad de la justicia

Me sigo ocupando en las atenciones del servicio público, que las conveniencias de esta común reclaman. Del 5 al 6 creo hallarme en Azua. No ocurre ninguna novedad por esta parte de la Provincia.

Saludos a Ud., y al Consejo de Secretarios de Estado, con la más distinguida consideración, Fernando A. de Meriño”.

3.- Las victimas más resonantes  del decreto de San Fernando

En los anales del gobierno de Meriño y la impenitente aplicación del decreto de San Fernando, fue septiembre de 1881 el mes más impactante en el ánimo público. Sofocada la insurrección de Guillermo, llegó la hora de ejecutar a los rebeldes que fueron apresados armas en mano.

Eran las 7:00 a.m del  el día  7 de septiembre de 1881. Y 7  fueron los condenados al patíbulo aquel día terrible, ejecutados en el cementerio de Higuey. Eran el notable poeta puertoplateño Juan Isidro Ortea, conducido en silla de mano por encontrarse herido y junto a él, Tomás Mercedes Botello, Quintín Diaz, Vidal Martínez, oriundo de Azua, Ricardo Lluberes y los dos hijos de Don Tomás, que lo eran  Pedro Tomás y Josesito Botello.

20 días después, el 27 de septiembre de 1881, también sería fusilado sin posibilidad de apelación a clemencia otro notable poeta de El Seibo,  Rafael Pérez Castro, el cual, a decir de Don Francisco Elpidio Beras, mientras en Higuey era conducido al patíbulo, “recitaba versos mientras empurpurado de sangre lo llevaban al sacrificio”.

Del poeta  Pérez Castro, se hizo famosa la siguiente proclama:

Vengan esas balas a destrozar este corazón que late con fuerza, en donde existe una alma grande como mis aspiraciones y mi desgracia; vengan a herir mi frente altiva que la ha desafiado tantas veces…Yo muero firme en mis convicciones, y si algo siento es no tener otra vida que sacrificarla por la misma causa”.

Y así, con versos inspirados, se despidió de su amigo entrañable José Ramón Rojas Duchesne, transitando impasible hacia su encuentro con  la muerte:

Dios que gobiernas desde el mar profundo

hasta lo alto del universo extenso,

dame valor y fortaleza y brio

para arrostrar de muerte el golpe fiero

que vivir como un hombre altivo quiero

hasta que quede mi cadáver frio.

 4.- Las interpretaciones de Balaguer y Manuel de Jesús Troncoso de la Concha del decreto de San Fernando

Balaguer inicia su interesante obra “Los próceres escritores”- un estudio de 18 importantes personajes de la historia dominicana que destacaron en las letras y en la política- con un análisis de la figura  de Monseñor Fernando Arturo de Meriño, analizando, como cabe a la naturaleza de la obra, la intensa como gravitante participación del ilustre mitrado en los momentos más intensos y convulsos de nuestra vida política y eclesial, muy especialmente en las cuatro últimas décadas del siglo XIX.

En ella destaca que la  decisión más controvertida de su vida personal y política, adoptada durante su bienio presidencial, fue la puesta en vigencia del draconiano decreto de San Fernando. Al respecto afirma:

El decreto de San Fernando, tildado de despótico, constituye para mí la página más conmovedora de la vida de Meriño. Reconozco en ese acto tremendo el fruto de una deliberación consciente, y me imagino la crisis que debió de agitar el espíritu del eximio gobernante antes de decidirse a aceptar aquella cita con la historia”.

Advertía que su cita de aquella controvertida disposición no estaba destinada“ para hacer el elogio o la censura de Meriño por lo que hubo en él de común con cualquier familiar del Santo Oficio, sino como prueba de la rigidez de sus convicciones y la firmeza de su temperamento autoritario y dogmático”.

Y sostenía: “no sé si este hecho merece alabanza o vituperio; pero no puedo ocultar mi simpatía hacia la rectitud de este hombre que no vacila en asumir abiertamente ante la historia la responsabilidad de llevar al cadalso a un grupo de conspiradores, cuyas actividades consideró atentatorias a la salud de la patria, contrariando sus ideas democráticas y echando a tierra los escrúpulos de orden moral que forzosamente deben suponerse en un gobernante de esa altura, obligado, hasta por su propia profesión, a respetar principios tan caros a la Iglesia como la inviolabilidad de la existencia humana”.

De su parte, el notable jurisconsulto, historiador, intelectual y hombre de estado que fue Don Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, al referirse en 1948 al controvertido decreto de San Fernando, afirmó:

Poco dados como somos a la investigación de la verdad histórica, singularmente de la que se refiere a nuestra vida de nación independiente, porque las más de las veces prevalece sobre este deber de conciencia el afán de buscar tachas a aquellos gobernantes de quienes una pasión o un interés nos mantuvieron alejados, nunca se había hecho luz bastante en forma documentada y fuera de toda sospecha para encontrar el fundamento de aquella extrema medida, que junto con Meriño, suscribieron hombres de sentimientos tan noble y elevados como como Francisco Gregorio Billini, Casimiro Nemesio de Moya y Eliseo Grullón, además de Ulises Heureaux y Rodolfo Boscowitz”.

Estos juicios los expresó Don Pipí, a raíz de que viera la luz el interesante libro “ Maceo en Santo Domingo”, de Don Emilio Rodríguez Demorizi. Don Pipí admiraba a Don Emilio a quien consideraba entonces “joven y sesudo investigador, a quien tantos aportes apreciables debe nuestra historia del pasado lejano y reciente”.

Destacaba Troncoso de la Concha, con respecto al libro de Don Emilio “Maceo en Santo Domingo”, que uno de los aportes más notables aportes del referido texto fue el de dar a la luz la publicación de las comunicaciones oficiales que intercambiaron entonces los representantes del gobierno español y los del dominicano, reveladoras de las exigencias de aquel y de las negativas de este para expulsar de nuestro país al general Maceo y en parte por el designio de España de tener en Santo Domingo un gobierno del cual pudiera servirse para evitar que desde aquí se conspirase contra su dominación en Cuba y Puerto Rico.

Recordaba Don Pipí a este respecto que los representantes peninsulares españoles  se valieron de halagos hacia Luperón para que autorizara la expatriación de Maceo. Y que cuando no pudieron lograrlo por medios persuasivos, intentaron lograrlo con amenazas y represalias. Similar conducta adoptaron con Meriño.

Y estas precedentes consideraciones le llevaron a concluir, con conocimiento de causa, que fueron dichas circunstancias las que dieron lugar a la emisión del decreto de San Fernando, cuya intención, a su criterio, no era “hacerlo figurar como medida de carácter permanente en nuestra legislación”, sino que más bien, el mismo estuvo orientado a “detener en su propósito al general Guillermo y a quienes se aventuraron  a seguirle”.

Afirmaba, de igual manera, que no fue “el decreto del 30 de mayo una medida tomada solamente para advertir a quienes trataban de derrocar la administración imperante la suerte que les aguardaba”, dado que su “mira iba más lejos: hacer comprender a las autoridades españolas en las Antillas que en Santo Domingo había un gobierno capaz de hacerse respetar y obrar soberana y dignamente”.

Y como sustento de su aserto, citó Don Pipí las expresiones que siendo un joven escuchó de boca de Don Francisco Quirico Contreras, “hombre muy veraz, que mereció toda su vida el aprecio de sus conciudadanos”, quien sostuvo haber oído de labios del propio Meriño la justificación última del decreto de San Fernando: “Es una medida extrema que espero hará entrar en razón a quienes se hallan dispuestos a ser instrumento de las autoridades españolas. Porque si España puede quitar gobiernos en la República, no hemos dejado de ser una colonia suya”.