Durante los últimos veinticinco años el país ha cambiado mucho, especialmente Santo Domingo, su capital, y otras grandes ciudades, pero sobre todo en el aspecto físico, porque hemos privilegiado lo estético frente a lo fundamental, y confundido modernidad y desarrollo con obras realizadas en muchos casos sin la debida planificación y coordinación, minimizando muchas veces -por la prisa en inaugurarlas- desafíos consecuencias de estas, o dejando para después soluciones a problemas agravados por estas o derivados de estas, aunque ese mañana nunca llegue.
En ese delirio que intenta similitudes con la imagen de progreso que muchos tienen, ha habido terreno fértil para los negocios amañados, la corrupción y las malas contrataciones en las que el Estado ha estado muy mal defendido, la proliferación de proyectos inmobiliarios privados que sin ninguna o escasa planificación urbanística generaron el caótico crecimiento vertical que hoy tenemos, y poco espacio para las debidas políticas de planificación y prevención, y mucho menos para la debida regulación.
La gente ha preferido buscar soluciones individuales a los problemas colectivos, sin darse cuenta de que eso era una bomba de tiempo, pues llegaría el momento en que aun los enclaves modernos dotados de las mejores facilidades, con generadores eléctricos, cisternas, pozos, seguridad privada, etc., serían tan vulnerables como los más desposeídos, ante catástrofes como incendios en ciudades carentes de hidrantes, y de cuerpos de bomberos con equipos para escalar esas estructuras, y mucho menos para desastres naturales, como los que el cambio climático, muy advertido y poco atendido, nos hace padecer.
Esto es tan grave, que aun en ciudades como Nueva York, las bombas de lluvias que hacen caer en poco margen de tiempo cantidades inusitadas de agua, han generado el caos, inundado avenidas y dejado sin funcionamiento algunos servicios públicos, así como en países desarrollados como Italia, Francia, España, Alemania, provocando incluso pérdidas de vida y graves daños.
Como culturalmente tenemos poca vocación de mantenimiento, y poca inclinación a la prevención, estamos menos preparados para recibir los embates de estos fenómenos, pues ya no se trata únicamente de los huracanes que llegaban durante una temporada y daban cierto espacio a la organización de operativos, y que desnudaban las pobrezas más extremas, sino de temporales que aunque se anuncien, se les presta poca atención, tomando sus impredecibles consecuencias generalmente de sorpresa, y peor aún sin que haya un sistema articulado de alarmas que como en grandes ciudades se active de inmediato en teléfonos celulares y movilice las atenciones de emergencia allí donde se necesitan, causándose muertes y daños por ahogamientos de vehículos en los que transitan personas, lo que alcanzó el más alto nivel de tragedia con el reciente colapso de un muro lateral en un paso a desnivel en la principal avenida de esta ciudad.
Las irreparables pérdidas de vidas dejan no solo un gran dolor sino una profunda frustración, pues se reproducen las imágenes casi olvidadas de opiniones desoídas, de denuncias de corrupción en adjudicaciones de obras, y de la falta de supervisión y control de la calidad de estas, así como la atomización de funciones que dificultan la coordinación, y aunque se realicen investigaciones y se abrigue la esperanza de que habrá sanciones para los responsables, como se anunció en Libia luego de que las fuertes lluvias de una tormenta desplomaron dos represas en septiembre pasado y más de once mil personas murieran, lo único cierto es el luto que estas dejan.
Mientras los políticos juegan a la desmemoria tratando de sacar partido de la desgracia ajena y de guardar sus esqueletos en el armario, tenemos que hacer un alto no solo por el duelo que se impone, sino para hacer un acto de contrición y asumir las tantas responsabilidades acumuladas que, aunque con distintos niveles, se reparten por doquier, porque el mal mayor que nos afecta es la falta de conciencia de la necesidad del bien común y la egoísta búsqueda del bienestar particular que algunas veces en aras de beneficiarse no mide consecuencias y se ciega ante las advertencias, se resiste a respetar la ley, a aceptar instrucciones, a contribuir con acciones, y eso no solo es de la responsabilidad de las autoridades, como muchos piensan, sino también de cada ciudadano.