Escuchaba unos diálogos académicos entre filósofos dominicanos que actualmente están creando un proyecto de construir una narrativa crítica sobre los valores éticos y la verdad. Temas manoseados en el lenguaje de las élites que reflexionan sobre la conciencia, como todos los buenos cocineros que dulcifican el paladar con el menú filosófico de moda. No obstante, todo dio un giro cuando se tocó el tema haitiano y de inmediato, los versos cambiaron de manera conmovedora. La narrativa que se montó en el espacio de diálogo fue tratada desde el corazón de los llamados justos y sostenida en un relato que justificaba el desprecio y rechazo del colectivo que conforma al pueblo haitiano. El epígrafe fue burlesco.
En mi lenguaje, lo titulo, la memoria de la desconsideración sobre personas de un pueblo a las que quieren aparcar y considerarlas foráneas. Un íntimo que se oculta y se contrata por su mano de obra barata. Es la crítica de los santos nacionalistas. Los profetizadores de la verdad y del bien, los cuales repiten coralmente, una y otra vez, por los corrillos universitarios que ellos, los haitianos son el problema. Me dio vergüenza ajena. No podía creer que todavía se juzgue al otro por su biología, color y estructura social y cultural, como si en estos lares, estuviésemos en los cielos bebiendo leche con miel, cantando aleluya y volando cometas.
La mayéutica socrática desaparece. No se puede parir con tales posturas direccionadas solo con una verdad, que el otro es incapacitado para gobernarse, construir un estado y que su vida completa gira en el desorden. Recordaba en ese instante, las críticas imperiales durante la colonia. Los peninsulares caracterizaban a los pobladores originarios de la isla como niños o rebeldes; personas que deberían ser tuteladas, esclavizadas o sometidas a la muerte si fomentaban el desorden contra las instituciones castellanas.
Entre las maravillas que escuché -en boca de unos denominados cristianos y otros pensadores críticos- fue que el “pueblo colindante” tenía que pedir perdón a Dios para que el milagro social y económico lo beneficiara con el orden de los modernos. Escuché que eran incapaces de poder construir una nación. Suponían que ellos y no (y no nosotros), no tienen un movimiento crítico que pueda reflexionar y desarrollar las bases para crear instituciones sociales y jurídicas que les permita la gobernanza. Las instituciones nuestras no tuviesen tachas. En pocas palabras, sentenciaron que ellos tienen que arrepentirse y yo me pregunte ¿de qué?
En este contexto del diálogo, use la braquilogía, ¡de acuerdo! Tu verdad es bastante figurativa para poder entender de manera lastimosa cómo se prepara el estilo cerrado de un lenguaje racista. Mis nardos envenenados con el caldo de manzanillo fueron contundentes. Se exaltaron, torcieron los labios, me acusaron de moverme por emociones y diálogos internacionalistas e imperialistas.
Volví a preguntar ¿de qué tienen que arrepentirse?, ¿de lo que construyó, la clase dominante?, ¿de la expropiación de sus recursos naturales y humanos por siglos? ¿tienen que arrepentir de aceptar ser afrodescendientes y de practicar una religión sincrética como el vudú. ¿De tener comunidades que han subsistido por la fuerza del trabajo colectivo en los campos? ¿De ser atravesada por el oportunismo de varias potencias? y de no ser elegida por el imperio para lograr un modelo de desarrollo que permita crear una base material industrial, sino solo ser conservada para constituirse en el brazo derecho de la burguesía de la región, que expulse de su tierra la mano de obra más barata del archipiélago.
Que podríamos pensar de estos presuntuosos y confesables cristianos, que predican el amor y la paz. La tremenda verdad de la intelectualidad ateniense dominicana es el vuelco al cinismo y al pensamiento xenófobo. Así como el fascismo construye su estrategia de diversión con el desprecio del otro. Viejas reglas.
Para mis amigos intelectuales, la partera realiza un acto subjetivo. El deseo de la parturienta es solo simulación. La ética solo es válida para este lado del mundo. El otro es una fuerza maligna que sangra sin parar, no existe o pretenden que siga en el aparcamiento.
La soberbia racionalista reprocha al otro, sus pasiones, dolores y desarrolla un discurso de lo correcto. El dilema del agua y el canal es una muestra de que el diálogo binacional es cada vez más cerrado. Ya porque el sujeto íntimo es pagano, se somete a la herejía y desgarra la acción anagógica. La comadrona empuja y el radicalismo de los cínicos desacredita, todavía con argumentos morales y teológicos. Ya son testigos mediáticos que anuncian el diluvio, bajo el nombre de Dios.