En las últimas décadas se ha puesto en boga el término canibalismo político, en referencia a esa incontrolable propensión al recurso de la reyerta destructiva o autodestructiva de ciertos sectores de la clase política para tratar de dirimir sus diferencias. En nuestro caso, esta circunstancia se agudiza en el sistema de partidos, entre otras razones, por la sostenida y primitiva costumbre de los partidos a crecer inscribiendo indiscriminadamente gente en su patrón, con trasvases de miembros o feligreses de otras organizaciones, inconformes porque no se les dio la candidatura deseada o el puesto pretendido en un determinado gobierno. Un lastre de nuestra cultura política que evidencia una de las tantas caras de la degradación y corrupción en que discurre el sistema, de su crisis de representación y de institucionalidad.
En efecto, es generalizada la afirmación/lamento de la falta de institucionalidad en el país. Esa circunstancia, constituye un peso muerto en la espalda de nuestra nación que la mantiene entre aquellas que tienen una democracia de baja intensidad, definida como un sistema incapaz no sólo de consolidar derechos adquiridos, sino que los niega, acentuando de ese modo serios problemas de desigualdad y hasta de ilegalidad. Por consiguiente, no sería descaminado afirmar que es letra muerta el postulado constitucional de que somos un Estado, Social, Democrático y de Derecho, no lo seremos plenamente mientras el sistema político discurra en la vorágine del canibalismo partidario en los partidos que de las malas artes hacen su principal herramienta de lucha entre ellos.
Se fagocitan entre sí, al tiempo de ser sistemáticos en la purga de la disidencia interna. Algunos crecen a expensa de otros e incluso se da el escandaloso caso de un partido cuyo gobierno y su presidente cometieron la barbaridad de comprar al entonces mayor partido de la oposición, el de mayor solera y significado en la construcción de lo que tenemos como democracia: el entonces PRD. En breve, se compró la mayor componente de la oposición. Hoy, ese presidente fortalece su nueva agrupación comiéndose las entrañas del que salió, básicamente. El oficial, engrosa sus filas con coyunturales aliados electorales que entran a ocupar puestos de dirección en el gobierno como en el partido y para hacerle espacio se purga la disidencia. Así, además de caníbales, tenemos partidos carroñeros.
La otra forma de crecer es mediante la creación de los llamados padrones electorales, una lista de nombres que por el mero hecho de aceptar que su nombre aparezca en esa suerte de inventario adquieren la condición de miembros y hasta de “militantes”. Esa circunstancia determina que estos se sientan con derechos adquiridos, exigiendo les sean solventados una vez “su organización” se convierte en nuevo gobierno. De ahí el pandemonio que aquí se produce cada cuatro años, cuando se inaugura una nueva administración y esa masa inorgánica de electores exige su “derecho” a ocupar un puesto en el gobierno. Una barbaridad que pone en vilo a decenas de miles de hogares amenazados de quedarse sin ingresos.
No es momento de idealizar los partidos, pero llama la atención que esas colectividades que en los albores de la sociedad capitalista exigían participación política, que además de lograrla y de ampliar los espacios de representación efectiva a la postre cimentaron la llamada democracia de partidos, hoy hayan devenido meras maquinarias electorales. Eso se inició a partir de la segunda mitad del siglo pasado cuando, en su generalidad, devinieron organizaciones privas de ideas y en gran medida de intelectuales críticos y portadores de proyectos de transformación social. Hubo excepciones, grandes partidos que además de tales, eran movimientos: el Partido Comunista Italiano y aquí el PRD, por citar dos ejemplos.
Ambos, con sus particularidades, se constituyeron en referencias políticas claves en sus respectivas sociedades, puntales indispensables de la democracia y de las principales conquistas políticas y sociales en sus respectivos países. Los dos han desaparecido; el nuestro vilmente vendido a precio de vaca muerta por un mercader que hoy exhibe/controla los retazos que dicen ser del partido que vendió. Altas figuras del italiano dicen que dos hechos determinaron la desaparición de la más alta expresión de partido alguno, fueron: 1° que dejaron de ser movimiento y se convirtieron un partido común y corriente y 2°que no entendieron los cambios producidos en la sociedad, lo cual determinó que se alejaran de ella.
El resultado: partes de los pedazos de ese partido y de nuevos venidos que se reclaman de la tradición socialistas, no salen de una lucha fratricida entre sí despedazándose aún más. La lectura del caso de los dos ejemplos citados es que cuando una organización política se desvincula de sus matrices ideológicas/culturales en que se asientan sus referencias de clases o grupos sociales, termina rompiéndose en pedazos y cayendo en la insignificancia. Aquí, el que tenga cabeza que se ponga el sombrero. A falta de ideas aglutinantes, las relaciones entre las colectividades que configuran nuestro sistema de partidos discurren en medio de un canibalismo/tribalismo que los degrada como organización, al igual que la democracia y la práctica de la política.
Un sistema puede durar mucho en esa situación, pero a la larga el colapso inevitable y, en nuestro caso, hace inviable la construcción de un verdadero Estado Social, Democrático y de Derecho