En 1993, en un barrio marginal de Palermo, Italia, el padre Giuseppe Puglisi fue asesinado por la mafia el día que cumplía 56 años. Su crimen: sacar a los jóvenes de las calles y educarlos. Este sacerdote dedicó su vida a formar voluntarios y a liberar conciencias a través de la educación, convencido de que esta era la herramienta para empoderar a las personas y romper ciclos de opresión. Para la mafia, su labor era una amenaza directa: sabían que una sociedad educada y consciente no se somete fácilmente. Por eso, decidieron silenciarlo.

La historia del Beato Puglisi nos deja una lección clara: quienes se benefician de la ignorancia y la desinformación ven en la educación un peligro. Y, aunque en nuestro contexto actual no enfrentamos amenazas como las que sufrió este sacerdote, los retrocesos en nuestro sistema educativo representan una forma más sutil, pero peligrosa, que debilita la capacidad de nuestra sociedad para avanzar.

Los datos no mienten: en apenas cuatro años, hemos retrocedido significativamente en indicadores clave. La tasa de cobertura pasó de 72.1% en 2019 a 70.6% en 2023, mientras que la asistencia escolar cayó de 96.2% a 91.8%. Más alarmante aún, la deserción escolar aumentó de 2.03% a 5.13%.

Aunque contamos con el 4% del PIB destinado a la educación, un logro histórico, el uso de estos recursos en los últimos años revela una falta de enfoque estratégico que impacte positivamente los resultados. Un ejemplo claro son los bonos de 1,000 pesos distribuidos a 1,800,000 estudiantes. En lugar de generar mejoras, estos esfuerzos coinciden con un aumento en la deserción escolar y una caída en la asistencia. Esto demuestra que las transferencias monetarias, sin vinculación con objetivos claros y reformas estructurales de fondo, no son suficientes para transformar el sistema educativo.

Otro punto crítico es la calidad docente. Según datos oficiales del programa Meta RD 2036, el indicador de calidad en la enseñanza descendió de 43.4 a 36.8 en 2024, una caída de 15.2%. Este deterioro tiene consecuencias directas en la competitividad del país, limitando en el mediano plazo la capacidad para enfrentar los retos del presente y del futuro.

Y el problema no termina ahí. En el ámbito universitario, un estudio de Juan José Mariñez Báez, publicado en la Revista de Investigación y Evaluación Educativa (agosto 2024), señala una desconexión alarmante entre la formación académica por competencias y las demandas del mercado laboral. Según la investigación, el 61% de los estudiantes considera que las evaluaciones carecen de una relación directa con las habilidades requeridas en el mercado laboral.

Un sistema educativo debilitado beneficia a quienes aspiran perpetuar las desigualdades, el estancamiento social y la falta de cuestionamientos. Y esto ocurre porque la educación no solo abre puertas, sino que libera mentes.  En este contexto, la propuesta de fusionar los ministerios de Educación y Educación Superior genera más preguntas que respuestas, en un momento en que como bien nos ha recordado José Mujica: "El trabajo será cada vez más calificado y desarrollado. Es imprescindible preparar a nuestra gente."

Sin un plan claro y estratégico, ¿cómo garantizaremos que las nuevas generaciones estén preparadas para los desafíos del siglo XXI? ¿Cómo aseguraremos que la reforma propuesta impacte realmente en la calidad educativa con un proyecto de ley que no incluye el marco nacional de cualificaciones, reduce la inversión en el sistema y ya está siendo altamente cuestionado por especialistas del sistema?

La revolución tecnológica añade presión a este panorama nacional y requiere de un equipo con visión estatal de mediano y largo plazo, pues según el Foro Económico Mundial, para 2025 la inteligencia artificial creará 97 millones de nuevos empleos, pero estos requerirán habilidades específicas en tecnología, pensamiento crítico y adaptabilidad. Sin un sistema educativo que forme a los jóvenes en estas competencias, el país corre el riesgo de quedarse rezagado en la economía global.

Se puede optar por cambios superficiales, con una mirada presupuestaria o aprovechar este momento para continuar la revolución educativa que se inició en el 2012. Si se mira con objetividad, de lo que se trata no es redistribuir recursos o reestructurar ministerios; se necesita construir un modelo que:

  • Garantice una educación accesible y de calidad.
  • Forme ciudadanos críticos, éticos y comprometidos.
  • Prepare profesionales con las competencias adaptadas a los desafíos actuales y futuros.
  • Promueva la movilidad social y el desarrollo sostenible.

Educadores visionarios como Giuseppe Puglisi, Eugenio María de Hostos y Paulo Freire entendieron que la transformación social comienza en las aulas. La educación no es un gasto, es la inversión más valiosa que podemos hacer como sociedad. En un mundo redefinido por la inteligencia artificial y los cambios globales, no podemos permitirnos el lujo de la falta de visión. La verdadera pregunta no es si podemos invertir más en educación, sino si estamos dispuestos a asumir las consecuencias de no hacerlo. En un mundo en constante transformación, el costo de la inacción es la marginación de nuestras generaciones futuras. Invertir en educación no es solo una necesidad, es la única garantía de desarrollo, justicia social y competitividad