Donald Trump constituye el anuncio de sanación o catarsis de los bajos instintos de la política mundial. Quizás hacia falta esta catarsis de advenimiento de una nueva política: la de la obscenidad de lo real.

Estamos en plena “era de la transpolítica”, es decir, en el grado cero y más bajo de lo político, la cual procura asumir el simulacro como discurso estratégico esencial,  ha dicho Jean Baudrillard. Estamos en plena histeria de lo político, como desengaño y mutilación del deseo.

La instauración en el poder de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos,  el país más poderoso del mundo, anuncia quizás un reordenamiento del orden  político mundial. Sea cual sea y venga de donde venga, el poder político es un ente de “aspiración fáctica” de los pueblos para saciar sus mejores deseos, anhelos y esperanzas. Establecer un  nuevo orden mundial, con énfasis en lo local,  entraña un reordenamiento de los intereses políticos de los Estados Unidos, obviando su principal estrategia de expansión y dominio,  la cual inició a partir de la Segunda Guerra Mundial y aún vigente hoy día.

Trump es un buen ejemplo de esta fuerza diabólica de cambio, de esta energía inmoral de transformación, hacia y contra todos los sistemas de valor que representa los Estados Unidos.

Pese a su moralidad, su puritanismo,  su obsesión virtuosa,  su idealismo pragmático, todo cambia allí con un impulso que no es del todo el del progreso, lineal por definición; no, el auténtico motor es la “abyección de la circulación libre”.

¿Cómo resolver, entonces, esta contradicción, entre la impotencia relativa de las masas y la presión moralizadora, que sin cesar convoca el discurso racional y correcto? ¿Es posible manejar razonablemente las aspiraciones y deseos de las masas, manteniendo a distancia a los demagogos como a los nostálgicos nacionalistas? ¿Cómo introducir un poco de razón en esas rancias ideas aberrantes, para dar coherencia allí donde casi no hay?

Hay que despertar el principio de la incertidumbre viviente en el maniqueísmo y en todas las grandes mitologías para afirmar,  en contra del supuesto “principio del bien”, del orden mundial,  no exactamente la supremacía del caos o de la incertidumbre, sino la  duplicidad fundamental que pretende que un orden cualquiera de dominación y poder sólo existe para ser desobedecido, atacado,  superado, desmantelado, allí donde lo imaginario se acerca a lo real y los ideales o anhelos se convierten en modelos que incitan a una determinada praxis. Un gigantesco empuje de lo imaginario hacia lo real tiende a proponer mitos de autorrealización, héroes modelo, una ideología y recetas prácticas aplicables a la vida privada.

Nos encontramos en esta niebla, lastimosamente encallados en lo que Edgar Morin llama un “período de aguas bajas mitológicas”. “El tiempo está fuera de quicio”, decía Hamlet.

El lenguaje mismo traiciona esta falta de confianza. Henos aquí incapaces de nombrar el presente y el porvenir como no sea nombrando categorías indecisas.

En el caso de las anunciadas políticas de Donald Trump, estas descargas imprevistas de lo verbal, se manifiestan en la indecidibilidad creciente de sus ideas, de sus discursos, de sus estrategias y retos. Proliferación de lo político, de su puesta en escena y de su discurso, a la medida misma de su ilusión demagógica fundamental.

No hay que infravalorar, sin embargo, esta pasión típicamente política de los pueblos en llevar al poder unos hombres o una casta a los que no tardarán,  a continuación, en ver hundirse o incluso precipitarán ellos a su pérdida. No se trata más que de la versión de la “ley de la reversibilidad” y una forma de compresión de lo político por lo menos equivalente, cuando no superior, a la del contrato social y de la delegación de poder, que exalta para desmentirla. Claro está que los pueblos eligen sus presidentes y les obedecen, claro está que invisten a sus representantes de poder y de legitimidad. Pero, ¿es posible suponer que no subsista siempre la exigencia lógica de vengarse de ellos?

Aunque Trump lo ignore, esta incertidumbre induce, en el corazón mismo de las decisiones políticas, a la fluctuación de sus discursos y postulados y, por fin, a su desviación especulativa, en la interacción alocada de sus criterios, respecto a los lineamientos norteamericanos del mundo exterior,  y la incidencia de los Estados Unidos como primera potencia del mundo, camino de lograr  el indispensable equilibrio  de la política internacional.

Las otras esferas, jurídicas y económicas, están afectadas por la misma inequivalencia y por ende, por la misma excentricidad. Literalmente no tiene sentido en el exterior de ella misma, y no se puede canjear por nada. La política está cargada de signos y de sentidos, pero carece de ellos vista desde el exterior, no hay nada que la pueda justificar a nivel universal (todas las tentativas de fundamentar la política en un nivel metafísico o filosófico han fracasado). Absorbe todo lo que se acerca a ella y lo convierte en su propia sustancia, pero ella misma no es capaz de convertirse o de reflejarse en una realidad superior que le pueda dar sentido.

Nuestros debates movilizan las más de las veces categorías sin contenido y conceptos aleatorios. Una ligereza, un escepticismo extraños recorren completamente la política actual. Lo esencial de nuestros esfuerzos, discursos, declamaciones, apunta a conjurar este malestar. El hilo invisible que une las actitudes y los parloteos de la política actual es pura cháchara. De duelo por su propio futuro, la política del mundo actual se recita a sí misma una prosopopeya de pesadumbre y  fracaso.

Hegel solía decir que la historia avanza, pero que lo hace siempre del “lado malo”. En nuestra época, en la que la modernidad establecida parece haberse encauzado decididamente por el lado “malo” y que la actual situación política parece haber atado irremediablemente su destino al destino de su forma más incierta —una atadura que parece conducirla indeteniblemente hacia la catástrofe—, puede ser conveniente asumir la estrategia de supervivencia contenida  en el siguiente verso de Hölderlin: “allí donde hay peligro, crece lo que salva”.

No se puede pasar a pérdidas y ganancias a esta nueva exigencia que asciende de la sociedad democrática. No es posible atenerse a la polémica o lógica de Trump, de la política como frivolidad de la sociedad del espectáculo. Menos aún, consentir en la diabolización de la política mundial, desde una visión hegemónica del poder. Sería absurdo. A despecho de sus defectos, a pesar de la incertidumbre reinante, cualquiera que sea la ambigüedad del narcisismo que lo habita. Imposible considerar desdeñable esta insurrección democrática del deseo de las masas del pueblo norteamericano.

Lo mismo que no puede presentarse como provisoria o accidental esta mueva relación que en lo sucesivo une a cada ciudadano norteamericano con el resto del mundo. Es una realidad que no desandará su camino. Oponer a esta realidad alguna lamentación, invocar el recuerdo de las diplomacias sosegadas de antaño, añorar el tiempo en que los Estados no se perturbaban jamás por la emoción de las multitudes: nada de esto tendría sentido. La nostalgia es tentadora. A menudo es una cobardía de espíritu.