Este año me han abordado de diferentes fuentes para que emitiera mi opinión en relación al Día de la Gastronomía Sostenible. A alguno le intuí la idea de hacer algo concreto, como una receta o un cooking show, pero sabiendo yo que en gastronomía no todo es cocinable preferí escribir y ofrecer un cronograma que ayude a comprender el nuevo concepto de sostenibilidad.
No se llama gastronomía sostenible porque haya algo en específico qué cocinar, agarrándolo; todo lo contrario, dependiendo del ángulo por el que se mire, incluso puede interpretarse como un llamado a “no cocinar” si las condiciones no son favorables para todos. Y favorables para todos significa: para el que siembra, el que transporta, el que cocina y la salud del que come.
El sello de identidad de la humanidad de los últimos cien años ha sido el impulso hacia el consumismo, la transculturización, dando valor a lo foráneo por encima lo local.
Es posible que todo haya empezado a principios del siglo XX cuando, en las ciudades grandes e industrializadas aún se comía al carbón; cocinar era cosa de todo el día; las mujeres no podían hacer nada más y comprar perecederos, como carnes y pescados, era cosa del día a día o se consumía después, cuando el rojo borgoña de la carne empezaba a transformarse en el color que toman los días amagos de la incertidumbre, y las moscas eran consideradas animalillos de buen agüero, que traían el sano mensaje de que aun era comible.
Cuando la fría nevera, la caliente estufa de gas y los sutiles aparatos eléctricos hicieron su aparición, eran tan caros que duraron años considerados comodidades de los más ricos.
La salazón, el vinagre y el comer todo con abundante salsa y especias (con esta última técnica se lograba enmascarar cualquier desperfecto olfativo de las viandas) fueron técnicas de conservación que se mantuvieron vigentes hasta que los nuevos artefactos bajaron de precio y se hicieron hueco en todas las casas.
La década de 1910 disparó el pistoletazo de la modernidad, y junto a los aparatos que ayudaban a que las mujeres tuvieran tiempo para hacer algo más que cocinar y limpiar, llegaron también las primeras tiendas que ofrecían productos que facilitaban la vida de toda la familia y no muy tarde se llamarían supermercados, se clonarían por barrios, ciudades y países. Con el fin de cooperar con las entonces tediosas labores de cocinar, estallaron por doquier las fábricas de todo tipo de alimentos procesados y enlatados, como la famosa sopa de tomate, que teñiría de color Campbell a toda la tierra, convirtiéndose en uno de los productos más vendidos de la historia de la alimentación y un icono de sociedad norteamericana. El cólera colectivo por consumir todo tipo de cosas, la fiebre por la comodidad de no tener que cocinar, junto al estallido de los nuevos métodos de conservación, desplazaron a la sociedad en un tren que cada vez se aceleraba más, y la curiosidad por comer cosas de otras latitudes, que de otra manera hubiera sido imposible, les fue emborrachando y un día nos despertamos viviendo en un mundo clonado donde en la mayoría de las veces, comprar cosas manufacturadas en el extranjero salía más barata y más “fancy” que comer “las mismas cosas de siempre”.
Hecha esta reflexión, el concepto sostenibilidad queda más que bien expresado. El día que despertamos y a través de la venta del futuro vimos lo veloz que viajaba la degradación, con mucha más claridad nos dimo cuenta que para que esta bola siguiera girando, no debíamos seguir desconectado del entorno. A continuación, nacieron conceptos como “sostenible”, “orgánico”, “ecológico”, etc. que nos invitan a cuidar el entorno en el que nos encontramos, a valorar el esfuerzo de nuestros vecinos, de los agricultores más cercanos, de las pequeñas tiendas de los barrios; a conocer los innumerables beneficios, para nuestra salud y para nuestras riquezas comunes, de consumir productos frescos y que la magia del buen vivir se produce cuando provocamos que la vida gire como una noria en la que todos somos la misma rueda. Y que cuando uno empuja al vecino hacia arriba se produce una fuerza proporcionalmente invertida que nos catapulta a nosotros mismos en la misma dirección.
En un país como República Dominicana, lo ideal es que cuando programamos los gastos de la casa, apartemos una especie de caja chica con la idea de comprar en efectivo un mínimo de productos que nos proporcionen un baño de pueblo y nos inyecten de la energía positiva que genera el progreso de los demás. ¡Saben tan rico y tan diferentes los tomates cosechados en un huerto que los que vienen como clonados de los invernaderos…!
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