“En la actualidad toda la biosfera del planeta, con la totalidad de sus especies, cuya vulnerabilidad ante la excesiva intervención humana ha sido revelada recientemente, reclama su parte del respeto que se le debe a todo aquello que constituye un fin en sí mismo -esto es, a todo aquello que está vivo. El monopolio de los humanos sobre las cuestiones éticas se ha roto, precisamente, debido a su poder casi-monopólico sobre el resto de la vida. Como principal fuerza planetaria, los humanos no pueden ya pensar solo en sí mismos” (Jonas, "Technology as a Subject of Ethics",1982).
Esas palabras lapidarias del filósofo y eticista alemán Hans Jonas, escritas hace más de 40 años, suenan hoy más actuales que nunca. En ese momento, como se podrá apreciar más adelante, apenas comenzaba a consolidarse la concepción del desarrollo sostenible, que muchos se empeñaron en convertir en un paradigma alternativo al actual modelo de desarrollo. De la mano del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y de otras organizaciones ambientalistas internacionales, el desarrollo sostenible llegó a convertirse en los años ochenta y noventa en una idea promisoria, atrayente, que en su vertiente más radical parecía desafiar el modelo de desarrollo depredador de la naturaleza y reproductor de la pobreza y miseria de millones de seres humanos en todo el mundo.
Rápidamente, los organismos y agencias internacionales representantes de los países más avanzados se dieron cuenta de que el desarrollo sostenible, tal y como lo estaban planteando tanto algunas organizaciones ambientalistas y sociales de base, como los pensadores más lúcidos y críticos del mundo académico y cultural, podría ser una amenaza que había que enfrentar y detener. Pero también se dieron cuenta, de que el desarrollo sostenible era un gran negocio, particularmente, en lo que tenía que ver con la explotación “sostenida” de los recursos naturales para supuestamente garantizar un crecimiento “sostenible y sostenido” de la economía, por una parte, y con el combate a la pobreza y a las inequidades sociales, por la otra. Se integraba, de esa manera, el famoso “triángulo virtuoso” de la relación equilibrada de lo económico, lo ambiental y lo social para lograr el desarrollo sostenible. Desde luego, una trivialización burda de la sostenibilidad que en términos de transformación del actual modelo no condujo ni conducirá a ninguna parte.
Y así fue como el desarrollo sostenible, de una propuesta alternativa a la depredación utilitaria y rentista de la naturaleza y las personas, pasa a convertirse en un mero recurso del discurso dominante, vacío de contenido crítico y transformador. Tan inofensivo se tornó el desarrollo sostenible, que organismos como el Banco Mundial (BM), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la Agencia Internacional de Desarrollo de Estados Unidos (AID), las agencias de desarrollo de los países europeos, entre otros, pasaron a ser los principales abanderados y propiciadores del “desarrollo sostenible”.
Corrieron millones de dólares, marcos, euros y otras monedas fuertes por todo el mundo, pero de manera particular, en los países llamados “en desarrollo”, financiando proyectos y programas de “desarrollo sostenible”. Surgieron múltiples interpretaciones y definiciones del desarrollo sostenible, tantas, que llegó un momento en que era difícil saber a qué se estaban refiriendo unos y otros cuando usaban este concepto. Aparecieron cientos, tal vez miles de ONG ambientalistas, sociales, económicas, culturales, jurídicas, educativas, etc., que buscaban sin descanso recursos de aquellas agencias para luchar por el desarrollo sostenible. De repente, los recursos dejaron de fluir, el discurso se fue apagando y el desarrollo sostenible se fue olvidando y sacando de la agenda de los organismos y agencias de desarrollo internacional y por ende, de los gobiernos y ONG otrora abanderados de la idea.
Hasta que después de más de una década de silencio, de olvido casi total de esa propuesta alternativa denominada “desarrollo sostenible”, o “sustentable”, como algunos prefieren llamarle, reaparece, de nuevo de la mano de las Naciones Unidas la promisoria idea del desarrollo sostenible. Ahora convertida en “Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030”.
Son 17 objetivos, no integrados unos a otros, algunos sencillamente irrealistas, que, igual que pasó en las décadas de los ochenta y noventa, se pretenden alcanzar dejando intactas las estructuras del injusto modelo de distribución de la riqueza global, sin cuestionar el dominio monopólico de los consorcios transnacionales de los países más desarrollados del Norte sobre el Sur subdesarrollado; sin cuestionar el crecimiento ilimitado sobre la base de la explotación de los recursos no renovables del Planeta, dejando intacto el actual modelo energético basado en la extracción y consumo de combustibles fósiles, dejando intacto el modelo de consumo irracional de recursos y energía predominante en el mundo, particularmente en los países más desarrollados, etc., etc. En fin, si profundizar en las reales causas que condicionan los actuales desequilibrios naturales y sociales que reproducen la pobreza y las desigualdades y que amenazan con destruir el planeta.
Los objetivos se perciben motorizados por una fuerza invisible externa que, como un gran demiurgo, va a “poner fin a la pobreza…, “poner fin al hambre…, “garantizar una vida sana…, “garantizar una educación inclusiva…, “lograr la igualdad de género y empoderar a todas las mujeres…, garantizar la disponibilidad y la gestión sostenible del agua…, “promover el crecimiento económico sostenido, etc. (EPAL. Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, 2016).
En las próximas entregas iremos exponiendo nuestra propia visión del desarrollo sostenible, desde una perspectiva histórica, social, ética y filosófica.