“… Sin cambios no hay vida ni progreso… No hay santos en el poder, ni hacen falta. Lo importante es que los conflictos de interés sean conocidos y los abusos castigados”. (Gabriel Zaid).

Más allá de las relaciones de poder en una democracia como régimen político, ha de prevalecer un sistema de peso y contrapeso que limite las acciones de los tres poderes en que descansa. El poder en tanto dominación, ya sea en las esferas: tecnológica, cultural, social, económica, de persuasión, de ideología, de propaganda, de violencia, se impone, empero, con cierta garantía y reducción. En la democracia es consustancial, intrínseca, la naturaleza de la legitimidad política.

Son los mecanismos de regulación, de control, de supervisión, los que hacen posible la viabilidad del consenso y disenso de una manera expedita, que haga efectiva la gestión de la gobernabilidad y al mismo tiempo de la gobernanza. En el caso de la sociedad dominicana, solo valorando desde la transición a partir de 1978 con la alternabilidad política (1978-2022), equivalente a 44 años, ha sido, pues, una de la más prolijas en estabilidad política y de una aparente tranquilidad social, con una “ecuanimidad laboral” cimentada y glorificada en el grillete más falsificado.

Después de 44 años y de 12 con un Estado bonapartista, que suman 66, hemos transcurrido con dimensiones democráticas aletargadas, de tal manera que la hemos denominado una democracia de papel, recentista, defectuosa. Una democracia donde los actores políticos se mueven en el mimetismo más atroz, haciendo de la mentira, verdad. Trascendiendo la realidad en la construcción de la posverdad donde el principal objetivo “no es que se acepten las mentiras con verdades, sino enturbiar las aguas hasta hacer que sea difícil distinguir la diferencia entre la verdad y la falsead”.

Tenemos desafíos del presente que asumiéndolos nos colocan en el camino del tránsito del pase de la historia. No podemos, luego de 66 años y más concretamente de 44, seguir existiendo como sociedad en el curso de un torbellino caracterizado por el laberinto de exclusión y de la respuesta languidezca “siempre ha sido así”. Tenemos una Policía fuertemente autocrática en una sociedad democrática. Una Policía vertical, militarista. Con alto componente de la institución trujillista-balaguerista. Ya no asesinan opositores, comunistas. Es más cruel hoy, asesinan ferozmente a los pobres.

Una sociedad con una delincuencia política y una delincuencia de cuello blanco de las más altas del mundo, nunca han tenido la aflicción de desaparecer uno de esos estamentos. No lo prohijamos, sin embargo, nos duele que la profunda aporofobia que nos caracteriza haga de los sectores más vulnerables el germen propedéutico de la brutalidad. En ninguna sociedad, con una mediana intensidad democrática, ocurre lo que ha sucedido con los tres jóvenes en los destacamentos policiales. Custodio (Ocoa), Richard Báez (Santiago) y David de los Santos (Los Alcarrizos). Nada de traslados y suspensión. Sometimiento a la justicia y resarcimiento a las familias por el daño tan terrible ocasionado por el Estado.

En el estudio de Participación Ciudadana: Actuaciones Irregulares de la Policía en el ejercicio de sus funciones, como parte del Programa Acción de la sociedad civil por la Seguridad y la Justicia (PASJ), nos decía que según LAPOP, para el 2014 éramos el país con el segundo ranking peor en confianza, solo superamos a Venezuela. Las sanciones y sus motivos, siguiendo con el estudio de PC: 51.6% por exceso de autoridad; 3.43% por corrupción; 21.77% por servicio irregular y 13.91% por agresión física.

Las ejecuciones extrajudiciales, que al decir del informe “es una privación arbitraria de la vida sin que medie proceso legal, consumada directamente por agente de seguridad del Estado y/ o con su complicidad, tolerancia o aquiescencia…”. Los homicidios cometidos por la Policía:

2012: 226.

2013: 163.

2014: 199.

2015: 177.

Cabe destacar que la Policía Nacional es responsable desde 1998 a la fecha, de entre un 10.5% a un 15% de los homicidios ocurridos en la sociedad dominicana. Esto es sin contar otras instancias del Estado como aparato coercitivo, entre ellos: DNCD, AMET, Militares, Agentes Penitenciarios.

En la enjundiosa investigación: Ejecuciones disfrazadas de intercambios de disparos del periódico Diario Libre, establece “que entre el 2004 y Agosto del 2019, de 1844, solo 96 se obtuvo información de que llegaron a la justicia”. Las muertes por gestión en la Policía que va desde 2002 a agosto de 2019, refiere la indagación:

Jaime Marte Martínez: 102.

Manuel de Jesús Pérez S.: 173.

Bernardo Santana Páez: 253.

Rafael G. Guzmán Fermín: 401.

José Polanco Gómez: 382.

Manuel E. Castro Castillo: 186.

Nelson Peguero Paredes: 126.

Ney Aldrin Bautista A.: 113.

¿Por qué de los instrumentos que tiene el Estado en su poder para la dominación, la violencia juega un rol tan significativo? ¿Es parte de la estructura de la Policía Nacional con formación y proceso militar y/o es la única política de continuación del Estado hilvanada desde hace más de 86 años (1936 mediante decreto 1523 del 2 de marzo)? ¿Hasta dónde esa violencia repercute en todo el tejido del cuerpo social-institucional?

La violencia de la Policía es una violencia de Estado que se incubó como aparato coercitivo para ser parte medular del dictador Trujillo y servir meramente a sus intereses, con todo lo que ello implicaba en su articulación y dimensiones. La Policía como órgano de control de la seguridad está subordinada al Presidente de la República, de acuerdo a la Constitución en su artículo 255. Ella es, sociopolíticamente, el espejo de los que han sido los gobernantes dominicanos. Dicha institución debió ser el espacio de evolución democrática que hemos alcanzado.

No existe una sintonía entre la sociedad y el cuerpo policial. No representan confianza y su autoridad no se deriva por el alcance de su Ley 590-16 del 15 de julio de 2016 sino por la práctica perversa del autoritarismo más despiadado. Su autoridad es la creación y sistematización del miedo con los más pobres y demencialmente lisonjeros y genuflexos con los que descorchan al país, con los que asumen la biopolítica, la necropolítica y la psicopolítica. El plano en el horizonte es que el Estado nuestro no ha transformado los resortes del poder, sus instrumentos, para evolucionar en el orden de una democracia más plena.

No puede desarrollarse un sano y armonioso capital social allí donde desde sus propios órganos no hay límites, generando consecuencias tenues, grises. El fracaso de la Policía es el espejo envolvente de la derrota en la dimensión de la democracia, de las elites política y empresarial en las últimas 4 décadas y un lustro. Una loable, significativa y fuerte voluntad política que asuma a la sociedad como una ola derrotaría el estadio de barbarie que se grafica en la Policía como punta de iceberg. Una terrible afrenta el peldaño en que nos encontramos como sociedad con respecto a la organización llamada a cuidar, prevenir la seguridad de los ciudadanos en el territorio.

Como nos dice Byung-Chul Han en su libro sobre el poder “El poder es más espacioso que la violencia. Y la violencia se convierte en poder cuando se deja más tiempo. Considerándolo así, el poder se basa en un más y un menos de espacio y tiempo. Pero en el caso del juego del gato y el ratón, el espacio solo tiene la angostura de una antesala de la muerte…Un poder superior es aquel que configura el futuro del otro, y no aquel que lo bloquea”.